domingo, 27 de septiembre de 2015

Homilia del Papa en la misa de clausura del encuentro mundial de las familias

MISA DE CLAUSURA
DEL VIII ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILI
AS

B. Franklin Parkway, Filadelfia
Domingo 27 de septiembre de 2015


Hoy la Palabra de Dios nos sorprende con un lenguaje alegórico fuerte que nos hace pensar. Un lenguaje alegórico que nos desafía pero también estimula nuestro entusiasmo.
En la primera lectura, Josué dice a Moisés que dos miembros del pueblo están profetizando, proclamando la Palabra de Dios sin un mandato. En el Evangelio, Juan dice a Jesús que los discípulos le han impedido a un hombre sacar espíritus inmundos en su nombre. Y aquí viene la sorpresa: Moisés y Jesús reprenden a estos colaboradores por ser tan estrechos de mente. ¡Ojalá fueran todos profetas de la Palabra de Dios! ¡Ojalá que cada uno pudiera obrar milagros en el nombre del Señor!
Jesús encuentra, en cambio, hostilidad en la gente que no había aceptado cuanto dijo e hizo. Para ellos, la apertura de Jesús a la fe honesta y sincera de muchas personas que no formaban parte del pueblo elegido de Dios, les parecía intolerable. Los discípulos, por su parte, actuaron de buena fe, pero la tentación de ser escandalizados por la libertad de Dios que hace llover sobre «justos e injustos» (Mt 5,45), saltándose la burocracia, el oficialismo y los círculos íntimos, amenaza la autenticidad de la fe y, por tanto, tiene que ser vigorosamente rechazada.
Cuando nos damos cuenta de esto, podemos entender por qué las palabras de Jesús sobre el escándalo son tan duras. Para Jesús, el escándalo intolerable es todo lo que destruye y corrompe nuestra confianza en este modo de actuar del Espíritu.
Nuestro Padre no se deja ganar en generosidad y siembra. Siembra su presencia en nuestro mundo, ya que «el amor no consiste en que nosotros hayamos amado primero a Dios, sino en que Él nos amó primero» (1Jn 4,10). Amor que nos da la certeza honda: somos buscados por Él, somos esperados por Él. Esa confianza es la que lleva al discípulo a estimular, acompañar y hacer crecer todas las buenas iniciativas que existen a su alrededor. Dios quiere que todos sus hijos participen de la fiesta del Evangelio. No impidan todo lo bueno, dice Jesús, por el contrario, ayúdenlo a crecer. Poner en duda la obra del Espíritu, dar la impresión que la misma no tiene nada que ver con aquellos que «no son parte de nuestro grupo», que no son «como nosotros», es una tentación peligrosa. No bloquea solamente la conversión a la fe, sino que constituye una perversión de la fe.
La fe abre la «ventana» a la presencia actuante del Espíritu y nos muestra que, como la felicidad, la santidad está siempre ligada a los pequeños gestos. «El que les dé a beber un vaso de agua en mi nombre –dice Jesús, pequeño gesto– no se quedará sin recompensa» (Mc 9,41). Son gestos mínimos que uno aprende en el hogar; gestos de familia que se pierden en el anonimato de la cotidianidad pero que hacen diferente cada jornada. Son gestos de madre, de abuela, de padre, de abuelo, de hijo, de hermanos. Son gestos de ternura, de cariño, de compasión. Son gestos del plato caliente de quien espera a cenar, del desayuno temprano del que sabe acompañar a madrugar. Son gestos de hogar. Es la bendición antes de dormir y el abrazo al regresar de una larga jornada de trabajo. El amor se manifiesta en pequeñas cosas, en la atención mínima a lo cotidiano que hace que la vida siempre tenga sabor a hogar. La fe crece con la práctica y es plasmada por el amor. Por eso, nuestras familias, nuestros hogares, son verdaderas Iglesias domésticas. Es el lugar propio donde la fe se hace vida y la vida crece en la fe.
Jesús nos invita a no impedir esos pequeños gestos milagrosos, por el contrario, quiere que los provoquemos, que los hagamos crecer, que acompañemos la vida como se nos presenta, ayudando a despertar todos los pequeños gestos de amor, signos de su presencia viva y actuante en nuestro mundo.
Esta actitud a la que somos invitados nos lleva a preguntarnos, hoy, aquí, en el final de esta fiesta: ¿Cómo estamos trabajando para vivir esta lógica en nuestros hogares, en nuestras sociedades? ¿Qué tipo de mundo queremos dejarle a nuestros hijos? (cf.Laudato si’, 160). Pregunta que no podemos responder sólo nosotros. Es el Espíritu que nos invita y desafía a responderla con la gran familia humana. Nuestra casa común no tolera más divisiones estériles. El desafío urgente de proteger nuestra casa incluye la preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo sostenible e integral, porque sabemos que las cosas pueden cambiar (cf. ibid., 13). Que nuestros hijos encuentren en nosotros referentes de comunión, no de división. Que nuestros hijos encuentren en nosotros hombres y mujeres capaces de unirse a los demás para hacer germinar todo lo bueno que el Padre sembró.
De manera directa, pero con afecto, Jesús dice: «Si ustedes, pues, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?» (Lc 11,13) Cuánta sabiduría hay en estas palabras. Es verdad que en cuanto a bondad y pureza de corazón nosotros, seres humanos, no tenemos mucho de qué vanagloriarnos. Pero Jesús sabe que, en lo que se refiere a los niños, somos capaces de una generosidad infinita. Por eso nos alienta: si tenemos fe, el Padre nos dará su Espíritu.
Nosotros los cristianos, discípulos del Señor, pedimos a las familias del mundo que nos ayuden. Somos muchos los que participamos en esta celebración y esto es ya en sí mismo algo profético, una especie de milagro en el mundo de hoy, que está cansado de inventar nuevas divisiones, nuevos quebrantos, nuevos desastres. Ojalá todos fuéramos profetas. Ojalá cada uno de nosotros se abriera a los milagros del amor para el bien de su propia familia y de todas las familias del mundo –y estoy hablando de milagros de amor-, y poder así superar el escándalo de un amor mezquino y desconfiado, encerrado en sí mismo e impaciente con los demás. Les dejo como pregunta para que cada uno responda –porque dije la palabra “impaciente”-: ¿En mi casa se grita o se habla con amor y ternura? Es una buena manera de medir nuestro amor.
Qué bonito sería si en todas partes, y también más allá de nuestras fronteras, pudiéramos alentar y valorar esta profecía y este milagro. Renovemos nuestra fe en la palabra del Señor que invita a nuestras familias a esta apertura; que invita a todos a participar de la profecía de la alianza entre un hombre y una mujer, que genera vida y revela a Dios. Que nos ayude a participar de la profecía de la paz, de la ternura y del cariño familiar. Que nos ayude a participar del gesto profético de cuidar con ternura, con paciencia y con amor a nuestros niños y a nuestros abuelos.
Todo el que quiera traer a este mundo una familia, que enseñe a los niños a alegrarse por cada acción que tenga como propósito vencer el mal –una familia que muestra que el Espíritu está vivo y actuante– y encontrará gratitud y estima, no importando el pueblo o la religión, o la región, a la que pertenezca.
Que Dios nos conceda a todos ser profetas del gozo del Evangelio, del Evangelio de la familia, del amor de la familia, ser profetas como discípulos del Señor, y nos conceda la gracia de ser dignos de esta pureza de corazón que no se escandaliza del Evangelio. Que así sea.



Palabras en la cárcel CURRAN-FROMHOLD

VISITA A LOS PRESOS DEL INSTITUTO CORRECCIONAL CURRAN-FROMHOLD

 Filadelfia 
Domingo 27 de septiembre de 2015



Queridos hermanos y hermanas, buenos días:
Yo voy a hablar en español porque no sé hablar inglés, pero él [indica al intérprete] habla muy bien inglés y me va a traducir. Gracias por recibirme y darme la oportunidad de estar aquí con ustedes compartiendo este momento. Un momento difícil, cargado de tensiones. Un momento que sé que es doloroso no solo para ustedes, sino para sus familias y para toda la sociedad. Ya que una sociedad, una familia que no sabe sufrir los dolores de sus hijos, que no los toma con seriedad, que los naturaliza y los asume como normales y esperables, es una sociedad que está «condenada» a quedar presa de sí misma, presa de todo lo que la hace sufrir. Yo vine aquí como pastor, pero sobre todo como hermano, a compartir la situación de ustedes y hacerla también mía; he venido a que podamos rezar juntos y presentarle a nuestro Dios lo que nos duele y también lo que nos anima y recibir de Él la fuerza de la Resurrección.
Recuerdo el Evangelio donde Jesús lava los pies a sus discípulos en la Última Cena. Una actitud que le costó mucho entender a los discípulos, inclusive Pedro reacciona y le dice: «Jamás permitiré que me laves los pies» (Jn 13,8).
En aquel tiempo era habitual que, cuando uno llegaba a una casa, se le lavara los pies. Toda persona siempre era recibida así. Porque no existían caminos asfaltados, eran caminos de polvo, con pedregullo que iba colándose en las sandalias. Todos transitaban los senderos que dejaban el polvo impregnado, lastimaban con alguna piedra o producían alguna herida. Ahí lo vemos a Jesús lavando los pies, nuestros pies, los de sus discípulos de ayer y de hoy.
Todos sabemos que vivir es caminar, vivir es andar por distintos caminos, distintos senderos que dejan su marca en nuestra vida.
Y por la fe sabemos que Jesús nos busca, quiere sanar nuestras heridas, curar nuestros pies de las llagas de un andar cargado de soledad, limpiarnos del polvo que se fue impregnando por los caminos que cada uno tuvo que transitar. Jesús no nos pregunta por dónde anduvimos, no nos interroga qué estuvimos haciendo. Por el contrario, nos dice: «Si no te lavo los pies, no podrás ser de los míos» (Jn 13,9). Si no te lavo los pies, no podré darte la vida que el Padre siempre soñó, la vida para la cual te creó. Él viene a nuestro encuentro para calzarnos de nuevo con la dignidad de los hijos de Dios. Nos quiere ayudar a recomponer nuestro andar, reemprender nuestro caminar, recuperar nuestra esperanza, restituirnos en la fe y la confianza. Quiere que volvamos a los caminos, a la vida, sintiendo que tenemos una misión; que este tiempo de reclusión nunca ha sido y nunca será sinónimo de expulsión.
Vivir supone “ensuciarse los pies” por los caminos polvorientos de la vida y de la historia. Y todos tenemos necesidad de ser purificados, de ser lavados. Todos. Yo el primero. Todos somos buscados por este Maestro que nos quiere ayudar a reemprender el camino. A todos nos busca el Señor para darnos su mano. Es penoso constatar sistemas penitenciarios que no buscan curar las llagas, sanar las heridas, generar nuevas oportunidades. Es doloroso constatar cuando se cree que solo algunos tienen necesidad de ser lavados, purificados no asumiendo que su cansancio y su dolor, sus heridas, son también el cansancio, el dolor, las heridas, de toda una sociedad. El Señor nos lo muestra claro por medio de un gesto: lavar los pies y volver a la mesa. Una mesa en la que Él quiere que nadie quede fuera. Una mesa que ha sido tendida para todos y a la que todos somos invitados.
Este momento de la vida de ustedes solo puede tener una finalidad: tender la mano para volver al camino, tender la mano para que ayude a la reinserción social. Una reinserción de la que todos formamos parte, a la que todos estamos invitados a estimular, acompañar y generar. Una reinserción buscada y deseada por todos: reclusos, familias, funcionarios, políticas sociales y educativas. Una reinserción que beneficia y levanta la moral de toda la comunidad y la sociedad.
Y quiero animarlos a tener esta actitud entre ustedes, con todas las personas que de alguna manera forman parte de este Instituto. Sean forjadores de oportunidades, sean forjadores de camino, sean forjadores de nuevos senderos.
Todos tenemos algo de lo que ser limpiados y purificados. Todos. Que esta conciencia nos despierte a la solidaridad entre todos, a apoyarnos y a buscar lo mejor para los demás.
Miremos a Jesús que nos lava los pies, Él es el «camino, la verdad y la vida», que viene a sacarnos de la mentira de creer que nadie puede cambiar, la mentira de creer que nadie puede cambiar. Jesús que nos ayuda a caminar por senderos de vida y plenitud. Que la fuerza de su amor y de su Resurrección sea siempre camino de vida nueva.
Y así como estamos, cada uno en su sitio, sentado, en silencio pedimos al Señor que nos bendiga. Que el Señor los bendiga y los proteja. Haga brillar su rostro sobre ustedes y les muestre su gracia. Les descubra su rostro y les conceda la paz. Gracias.

La silla que han hecho es muy linda, muy hermosa. Muchas gracias por el trabajo.


Palabras del Papa CON LOS OBISPOS INVITADOS AL ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS

REUNIÓN CON LOS OBISPOS INVITADOS AL ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS

Seminario San Carlos Borromeo, Filadelfia 
Domingo 27 de septiembre de 2015



Hermanos Obispos buenos días.

Llevo grabado en mi corazón las historias, el sufrimiento y el dolor de los menores que fueron abusados sexualmente por sacerdotes. Continúa abrumándome la vergüenza de que personas que tenían a su cargo el tierno cuidado de esos pequeños les violaran y les causaran graves daños. Lo lamento profundamente. Dios llora. Los crímenes y pecados de los abusos sexuales a menores no pueden ser mantenidos en secreto por más tiempo, me comprometo a la celosa vigilancia de la Iglesia para proteger a los menores y prometo que todos los responsables rendirán cuenta. Los supervivientes de abuso se han convertido en verdaderos heraldos de esperanza y ministros de misericordia, humildemente le debemos a cada uno de ellos y a sus familias nuestra gratitud por su inmenso valor para hacer brillar la luz de Cristo sobre el mal abuso sexual de menores. Y esto lo digo porque acabo de reunirme con un grupo de personas abusadas de niños, que son ayudadas y acompañadas aquí en Filadelfia con un especial cariño por el arzobispo, monseñor Chaput, y nos pareció que tenía que comunicarle esto a ustedes.

Estoy contento de tener la oportunidad de compartir con ustedes este momento de reflexión pastoral en el contexto gozoso y festivo del Encuentro Mundial de las Familias. Hablo en castellano porque me dijeron que todos saben castellano.
En efecto, la familia no es para la Iglesia principalmente una fuente de preocupación, sino la confirmación de la bendición de Dios a la obra maestra de la creación. Cada día, en todos los ángulos del planeta, la Iglesia tiene razones para alegrarse con el Señor por el don de ese pueblo numeroso de familias que, incluso en las pruebas más duras, mantiene las promesas y conserva la fe.
Pienso que el primer impulso pastoral de este difícil período de transición nos pide es avanzar con decisión en la línea de este reconocimiento. El aprecio y la gratitud han de prevalecer sobre el lamento, a pesar de todos los obstáculos que tenemos que enfrentar. La familia es el lugar fundamental de la alianza de la Iglesia con la creación, con esa creación de Dios, que Dios bendijo el último día con una familia. Sin la familia, tampoco la Iglesia existiría: no podría ser lo que debe ser, es decir, signo e instrumento de la unidad del género humano (cf. Lumen gentium, 1).
Naturalmente, nuestro modo de comprender, modelado por la integración entre la forma eclesial de la fe y la experiencia conyugal de la gracia, bendecida por el matrimonio, no nos debe llevar a olvidar la transformación del contexto histórico, que incide en la cultura social –y lamentablemente también jurídica– de los vínculos familiares, y que nos involucra a todos, seamos creyentes o no creyentes. El cristiano no es un «ser inmune» a los cambios de su tiempo y en este mundo concreto, con sus múltiples problemáticas y posibilidades, es donde se debe vivir, creer y anunciar.
Hasta hace poco, vivíamos en un contexto social donde la afinidad entre la institución civil y el sacramento cristiano era fuerte y compartida, coincidían sustancialmente y se sostenían mutuamente. Ya no es así. Si tuviera que describir la situación actual tomaría dos imágenes propias de nuestras sociedades. Por un lado, los conocidos almacenes, pequeños negocios de nuestros barrios y, por otro, los grandes supermercados o shoppings.
Algún tiempo atrás uno podía encontrar en un mismo comercio o almacén todas las cosas necesarias para la vida personal y familiar –es cierto que pobremente expuesto, con pocos productos y, por lo tanto, con escasa posibilidad de elección–. Pero había un vínculo personal entre el dueño del negocio y los vecinos compradores. Se vendía fiado, es decir, había confianza, había conocimiento, había vecindad. Uno se fiaba del otro. Se animaba a confiar. En muchos lugares se lo conocía como «el almacén del barrio».
En estas últimas décadas se ha desarrollado y ampliado otro tipo de negocios: los shopping center. Grandes superficies con un gran número de opciones y oportunidades. El mundo parece que se ha convertido en un gran shopping, donde la cultura ha adquirido una dinámica competitiva. Ya no se vende fiado, ya no se puede fiar de los demás. No hay un vínculo personal, una relación de vecindad. La cultura actual parece estimular a las personas a entrar en la dinámica de no ligarse a nada ni a nadie. A no fiar ni fiarse. Porque lo más importante de hoy parece que es ir detrás de la última tendencia o de la última actividad. Inclusive a nivel religioso. Lo importante hoy parece que lo determina el consumo. Consumir relaciones, consumir amistades, consumir religiones, consumir, consumir... No importa el costo ni las consecuencias. Un consumo que no genera vínculos, un consumo que va más allá de las relaciones humanas. Los vínculos son un mero «trámite» en la satisfacción de «mis necesidades». Lo importante deja de ser el prójimo, con su rostro, con su historia, con sus afectos.
Y esta conducta genera una cultura que descarta todo aquello que ya «no sirve» o «no satisface» los gustos del consumidor. Hemos hecho de nuestra sociedad una vidriera pluricultural amplísima, ligada solamente a los gustos de algunos «consumidores» y, por otra parte, son muchos –¡tantos!– los otros, los que «comen las migajas que caen de la mesa de sus amos» (Mt 15,27).
Esto genera una herida grande, una herida cultural muy grande. Me atrevo a decir que una de las principales pobrezas o raíces de tantas situaciones contemporáneas está en la soledad radical a la que se ven sometidas tantas personas. Corriendo detrás de unlike, corriendo detrás de aumentar el número de followers en cualquiera de las redes sociales, así van –así vamos– los seres humanos en la propuesta que ofrece esta sociedad contemporánea. Una soledad con miedo al compromiso y en una búsqueda desenfrenada por sentirse reconocido.
¿Debemos condenar a nuestros jóvenes por haber crecido en esta sociedad? ¿Debemos anatematizarlos por vivir este mundo? ¿Ellos deben escuchar de sus pastores frases como: «Todo pasado fue mejor», «El mundo es un desastre y, si esto sigue así, no sabemos dónde vamos a parar»? ¡Esto me suena a un tango argentino! No, no creo, no creo que este sea el camino. Nosotros, pastores tras las huellas del Pastor, estamos invitados a buscar, acompañar, levantar, curar las heridas de nuestro tiempo. Mirar la realidad con los ojos de aquel que se sabe interpelado al movimiento, a la conversión pastoral. El mundo hoy nos pide y reclama esta conversión pastoral. «Es vital que hoy la Iglesia salga a anunciar el Evangelio a todos, en todos los lugares, en todas las ocasiones, sin demoras, sin asco y sin miedo. La alegría del Evangelio es para todo el pueblo, no puede excluir a nadie» (Evangelii gaudium, 23). El Evangelio no es un producto para consumir, no entra en esta cultura del consumismo.
Nos equivocaríamos si pensáramos que esta «cultura» del mundo actual sólo tiene aversión al matrimonio y a la familia, en términos de puro y simple egoísmo. ¿Acaso todos los jóvenes de nuestra época se han vuelto irremediablemente tímidos, débiles, inconsistentes? No caigamos en la trampa. Muchos jóvenes, en medio de esta cultura disuasiva, han interiorizado una especie de miedo inconsciente, y no, tienen miedo, un miedo inconsciente, y no siguen los impulsos más hermosos, más altos y también más necesarios. Hay muchos que retrasan el matrimonio en espera de unas condiciones de bienestar ideales. Mientras tanto la vida se consume sin sabor. Porque la sabiduría del verdadero sabor de la vida llega con el tiempo, fruto de una generosa inversión de pasión, de inteligencia y de entusiasmo.
En el Congreso, hace unos días, decía que estamos viviendo una cultura que impulsa y convence a los jóvenes a no fundar una familia, unos por la falta de medios materiales para hacerlo y otros por tener tantos medios que están muy cómodos así, pero esa es la tentación, no fundar una familia.
Como pastores, los obispos estamos llamados a aunar fuerzas y relanzar el entusiasmo para que se formen familias que, de acuerdo con su vocación, correspondan más plenamente a la bendición de Dios. Tenemos que emplear nuestras energías, no tanto en explicar una y otra vez los defectos de la época actual y los méritos del cristianismo, sino en invitar con franqueza a los jóvenes a que sean audaces y elijan el matrimonio y la familia. En Buenos Aires cuantas mujeres se lamentaban: “Tengo mi hijo de 30, 32, 34 años y no se casa, no sé qué hacer” – “Señora, no le planche más las camisas”. Hay que entusiasmar a los jóvenes que corran ese riesgo, pero es un riesgo de fecundidad y de vida.
También aquí se necesita una santa parresía de los obispos. “¿Por qué no te casas?” – “Sì, tengo novia, pero no sabemos… que sì, que no… juntamos plata para la fiesta, que para esto…”. La santa parresia de acompañarlos y hacerlos madurar hacia el compromiso del matrimonio.
Un cristianismo que «se hace» poco en la realidad y «se explica» infinitamente en la formación está peligrosamente desproporcionado; diría que está en un verdadero y propio círculo vicioso. El pastor ha de mostrar que el «Evangelio de la familia» es verdaderamente «buena noticia» para un mundo en que la preocupación por uno mismo reina por encima de todo. No se trata de fantasía romántica: la tenacidad para formar una familia y sacarla adelante transforma el mundo y la historia. Son las familias las que transforman el mundo y la historia.
El pastor anuncia serena y apasionadamente la palabra de Dios, anima a los creyentes a aspirar a lo más alto. Hará que sus hermanos y hermanas sean capaces de escuchar y practicar las promesas de Dios, que amplían también la experiencia de la maternidad y de la paternidad en el horizonte de una nueva «familiaridad» con Dios (cf. Mc 3,31-35).
El pastor vela el sueño, la vida, el crecimiento de sus ovejas. Este «velar» no nace del discursear, sino del pastorear. Solo es capaz de velar quien sabe estar «en medio de», quien no le tiene miedo a las preguntas, quien no le tiene miedo al contacto, al acompañamiento. El pastor vela en primer lugar con la oración, sosteniendo la fe de su pueblo, transmitiendo confianza en el Señor, en su presencia. El pastor siempre está en vela ayudando a levantar la mirada cuando aparece el desgano, la frustración y las caídas. Sería bueno preguntarnos si en nuestro ministerio pastoral sabemos «perder» el tiempo con las familias. ¿Sabemos estar con ellas, compartir sus dificultades y sus alegrías?
Naturalmente, el rasgo fundamental del estilo de vida del obispo es en primer lugar vivir el espíritu de esta gozosa familiaridad con Dios, y en segundo lugar difundir la emocionante fecundidad evangélica, rezar y anunciar el Evangelio (cf. Hch 6,4). Y siempre me llamó la atención y me golpeó cuando al principio, en el primer tiempo de la Iglesia, los helenistas se fueron a quejar porque las viudas y los huérfanos no eran bien atendidos; claro, los apóstoles no daban abasto, no, entonces descuidaban, se reunieron, se inventaron los diáconos. El Espíritu Santo les inspiró constituir diáconos y cuando Pedro anuncia la decisión explica: vamos a elegir a siete hombres así y así para que se ocupen de este asunto. Y a nosotros nos tocan dos cosas: la oración y la predicación. ¿Cuál es el primer trabajo del obispo? Orar, rezar. El segundo trabajo que va junto con ese: predicar. Nos ayuda esta definición dogmática. Si me equivoco, el cardenal Müller nos ayuda porque define cuál es el rol del obispo. El obispo es constituido para pastorear, es pastor, pero pastorear primero con la oración y con el anuncio, después viene todo lo demás, si queda tiempo.
Nosotros mismos, por tanto, aceptando con humildad el aprendizaje cristiano de las virtudes domésticas del Pueblo de Dios, nos asemejaremos cada vez más a los padres y a las madres –como hace Pablo (cf. 1 Ts 2,7-11)–, procurando no acabar como personas que simplemente han aprendido a vivir sin familia. Alejarnos de la familia nos va llevando a ser personas que aprendimos a vivir sin familia, feo muy feo. Nuestro ideal, en efecto, no es la carencia de afectos, no. El buen pastor renuncia a unos afectos familiares propios para dedicar todas sus fuerzas, y la gracia de su llamada especial, a la bendición evangélica de los afectos del hombre y la mujer, que encarnan el designio de Dios, empezando por aquellos que están perdidos, abandonados, heridos, devastados, desalentados y privados de su dignidad. Esta entrega total al ágape de Dios no es una vocación ajena a la ternura y al amor. Basta con mirar a Jesús para entenderlo (cf. Mt 19,12). La misión del buen pastor al estilo de Dios –solo Dios lo puede autorizar, no la propia presunción– imita en todo y para todo el estilo afectivo del Hijo con el Padre, reflejado en la ternura de su entrega: en favor, y por amor, de los hombres y mujeres de la familia humana.
En la óptica de la fe, este es un argumento muy válido. Nuestro ministerio necesita desarrollar la alianza de la Iglesia y la familia. Ósea, lo subrayo, desarrollar la alianza de la Iglesia y la familia, de lo contrario, se marchita, y la familia humana, por nuestra culpa, se alejará irremediablemente de la alegre noticia evangélica de Dios e irá al supermercado de moda a comprar el producto que en ese momento más le guste.
Si somos capaces de este rigor de los afectos de Dios, cultivando infinita paciencia y sin resentimiento en los surcos a menudo desviados en que debemos sembrar - pues realmente tenemos que sembrar tantas veces en surcos desviados - también una mujer samaritana con cinco «no maridos» será capaz de dar testimonio. Y frente a un joven rico, que siente tristemente que se lo ha de pensar todavía con calma, habrá un publicano maduro se apurará para bajar del árbol y se desvivirá por los pobres en los que hasta ese momento no había pensado nunca.
Hermanos, que Dios nos conceda el don de esta nueva projimidad entre la familia y la Iglesia. La necesita la familia, la necesita la Iglesia, la necesitamos los pastores.
La familia es nuestra aliada, nuestra ventana al mundo, la familia es la evidencia de una bendición irrevocable de Dios destinada a todos los hijos de esta historia difícil y hermosa de la creación, que Dios nos ha pedido que sirvamos. Muchas gracias.


Papa con victimas de abusos sexuales

ENCUENTRO CON VÍCTIMAS DE ABUSOS SEXUALES

Seminario San Carlos Borromeo, Filadelfia 
Domingo 27 de septiembre de 2015


Mis queridos hermanos y hermanas en Cristo, estoy muy agradecido por esta oportunidad de conocerles, estoy bendecido por su presencia. Gracias por venir aquí hoy.
Palabras no pueden expresar plenamente mi dolor por el abuso que han sufrido. Ustedes son preciosos hijos do Dios, que siempre deberían esperar nuestra protección, nuestra atención y nuestro amor. Estoy profundamente dolido porque su inocencia fue violada por aquellos en quien confiaban. En algunos casos, la confianza fue traicionada por miembros de su propia familia, en otros casos por miembros de la Iglesia, sacerdotes que tienen una responsabilidad sagrada para el cuidado de las almas. En todas las circunstancias, la traición fue una terrible violación de la dignidad humana.
Para aquellos que fueron abusados por un miembro del clero, lamento profundamente las veces en que ustedes o sus familias denunciaron abusos pero no fueron escuchados o creídos. Sepan que el Santo Padre les escucha y les cree. Lamento profundamente que algunos obispos no cumplieran con su responsabilidad de proteger a los menores. Es muy inquietante saber que en algunos casos incluso los obispos eran ellos mismos los abusadores. Me comprometo a seguir el camino de la verdad, dondequiera que nos pueda llevar. El clero y los obispos tendrán que rendir cuentas de sus acciones cuando abusen o no protejan a los menores.
Estamos reunidos aquí en Filadelfia para celebrar el Don de Dios de la vida familiar. Dentro de nuestra familia de fe y de nuestras familias humanas, los pecados y crímenes de abuso sexual de menores ya no deben mantenerse en secreto y con vergüenza. Esperando la llegada del Año Jubilar de la Misericordia, su presencia aqui hoy, tan generosamente ofrecida a pesar de la ira y del dolor que han experimentado, revela el corazón misericordioso de Cristo. Sus historias de supervivencia, cada una única y convincente, son señales potentes de la esperanza que nos llega por la promesa de que el Señor estará con nosotros siempre.
Es bueno saber que han traído con ustedes familiares y amigos a este encuentro. Estoy muy agradecido por su apoyo compasivo y rezo para que muchas personas de la Iglesia respondan a la llamada de acompañar a los que han sufrido abusos. Que la puerta de la misericordia se abra por completo en nuestras diócesis, nuestras parroquias, nuestros hogares y nuestros corazones, para recibir a los que fueron abusados y buscar el camino del perdón confiando en el Señor. Les prometemos apoyarles en su proceso de sanación y en siempre estar vigilantes para proteger a los menores de hoy y de mañana.
Cuando los discípulos que caminaron con Jesús en el camino a Emaús reconocieron que Él era el mismo Señor Resucitado, le pidieron a Jesús que se quedara con ellos. Al igual que esos discípulos, humildemente les pido a ustedes y a todos los sobrevivientes de abusos que se queden con nosotros, con la Iglesia, y que juntos como peregrinos en el camino de fe, podarnos encontrar nuestro camino hacia el Padre.


Palabras del Papa en la FIESTA DE LAS FAMILIAS Y VIGILIA DE ORACIÓN, FILADELFIA

FIESTA DE LAS FAMILIAS Y VIGILIA DE ORACIÓN

B. Franklin Parkway, Filadelfia
Sábado 26 de septiembre de 2015


Queridos hermanos y hermanas,
Queridas familias:

Gracias a quienes han dado testimonio. Gracias a quienes nos alegraron con el arte, con la belleza, que es el camino para llegar a Dios. La belleza nos lleva a Dios. Y un testimonio verdadero nos lleva a Dios porque Dios también es la verdad. Es la belleza y es la verdad. Y un testimonio dado para servir es bueno, nos hace buenos, porque Dios es bondad. Nos lleva a Dios. Todo lo bueno, todo lo verdadero y todo lo bello nos lleva Dios. Porque Dios es bueno, Dios es bello, Dios es verdad.
Gracias a todos. A los que nos dieron un mensaje aquí y a la presencia de ustedes, que también es un testimonio. Un verdadero testimonio de que vale la pena la vida en familia. De que una sociedad crece fuerte, crece buena, crece hermosa y crece verdadera si se edifica sobre la base de la familia.
Una vez, un chico me preguntó –ustedes saben que los chicos preguntan cosas difíciles–: «Padre, ¿qué hacía Dios antes de crear el mundo?». Les aseguro que me costó contestar. Y le dije lo que les digo ahora a ustedes: Antes de crear el mundo, Dios amaba porque Dios es amor, pero era tal el amor que tenía en sí mismo, ese amor entre el Padre y el Hijo, en el Espíritu Santo, era tan grande, tan desbordante… –esto no sé si es muy teológico, pero lo van a entender–, era tan grande que no podía ser egoísta. Tenía que salir de sí mismo para tener a quien amar fuera de sí. Y ahí, Dios creó el mundo. Ahí, Dios hizo esta maravilla en la que vivimos. Y que, como estamos un poquito mareados, la estamos destruyendo. Pero lo más lindo que hizo Dios –dice la Biblia– fue la familia. Creó al hombre y a la mujer; y les entregó todo; les entregó el mundo: «Crezcan, multiplíquense, cultiven la tierra, háganla producir, háganla crecer». Todo el amor que hizo en esa Creación maravillosa se lo entregó a una familia.
Volvemos atrás un poquito. Todo el amor que Dios tiene en sí, toda la belleza que Dios tiene en sí, toda la verdad que Dios tiene en sí, la entrega a la familia. Y una familia es verdaderamente familia cuando es capaz de abrir los brazos y recibir todo ese amor. Por supuesto, que el paraíso terrenal no está más acá, que la vida tiene sus problemas, que los hombres, por la astucia del demonio, aprendieron a dividirse. Y todo ese amor que Dios nos dio, casi se pierde. Y al poquito tiempo, el primer crimen, el primer fratricidio. Un hermano mata a otro hermano: la guerra. El amor, la belleza y la verdad de Dios, y la destrucción de la guerra. Y entre esas dos posiciones caminamos nosotros hoy. Nos toca a nosotros elegir, nos toca a nosotros decidir el camino para andar.
Pero volvamos para atrás. Cuando el hombre y su esposa se equivocaron y se alejaron de Dios, Dios no los dejó solos. Tanto el amor…, tanto el amor, que empezó a caminar con la humanidad, empezó a caminar con su pueblo, hasta que llegó el momento maduro y le dio la muestra de amor más grande: su Hijo. ¿Y a Su Hijo dónde lo mandó? ¿A un palacio, a una ciudad, a hacer una empresa? Lo mandó a una familia. Dios entró al mundo en una familia. Y pudo hacerlo porque esa familia era una familia que tenía el corazón abierto al amor, que tenía las puertas abiertas. Pensemos en María, jovencita. No lo podía creer: «¿Cómo puede suceder esto?». Y cuando le explicaron, obedeció. Pensemos en José, lleno de ilusiones de formar un hogar, y se encuentra con esta sorpresa que no entiende. Acepta, obedece. Y en la obediencia de amor de esta mujer, María, y de este hombre, José, se da una familia en la que viene Dios. Dios siempre golpea las puertas de los corazones. Le gusta hacerlo. Le sale de adentro. ¿Pero saben qué es lo que más le gusta? Golpear las puertas de las familias. Y encontrar las familias unidas, encontrar las familias que se quieren, encontrar las familias que hacen crecer a sus hijos y los educan, y que los llevan adelante, y que crean una sociedad de bondad, de verdad y de belleza.
Estamos en la fiesta de las familias. La familia tiene carta de ciudadanía divina. ¿Está claro? La carta de ciudadanía que tiene la familia se la dio Dios, para que en su seno creciera cada vez más la verdad, el amor y la belleza. Claro, algunos de ustedes me pueden decir: «Padre, usted habla así porque es soltero». En la familia hay dificultades. En las familias discutimos. En las familias a veces vuelan los platos. En las familias los hijos traen dolores de cabeza. No voy a hablar de las suegras. Pero en las familias siempre, siempre, hay cruz; siempre. Porque el amor de Dios, el Hijo de Dios, nos abrió también ese camino. Pero en las familias también, después de la cruz, hay resurrección, porque el Hijo de Dios nos abrió ese camino. Por eso la familia es –perdónenme la palabra– una fábrica de esperanza, de esperanza de vida y resurrección, pues Dios fue el que abrió ese camino. Y los hijos. Los hijos dan trabajo. Nosotros como hijos dimos trabajo. A veces, en casa veo algunos de mis colaboradores que vienen a trabajar con ojeras. Tienen un bebé de un mes, dos meses. Y les pregunto: «¿No dormiste?». Y él: «No, lloró toda la noche». En la familia hay dificultades, pero esas dificultades se superan con amor. El odio no supera ninguna dificultad. La división de los corazones no supera ninguna dificultad. Solamente el amor es capaz de superar la dificultad. El amor es fiesta, el amor es gozo, el amor es seguir adelante.
Y no quiero seguir hablando porque se hace demasiado largo, pero quisiera marcar dos puntitos de la familia en los que quisiera que se tuviera un especial cuidado. No sólo quisiera, tenemos que tener un especial cuidado. Los niños y los abuelos. Los niños y los jóvenes son el futuro, son la fuerza, los que llevan adelante. Son aquellos en los que ponemos esperanza. Los abuelos son la memoria de la familia. Son los que nos dieron la fe, nos transmitieron la fe. Cuidar a los abuelos y cuidar a los niños es la muestra de amor –no sé si más grande, pero yo diría– más promisoria de la familia, porque promete el futuro. Un pueblo que no saber cuidar a los niños y un pueblo que no sabe cuidar a los abuelos, es un pueblo sin futuro, porque no tiene la fuerza y no tiene la memoria que lo lleve adelante. La familia es bella, pero cuesta, trae problemas. En la familia a veces hay enemistades. El marido se pelea con la mujer, o se miran mal, o los hijos con el padre. Les sugiero un consejo: Nunca terminen el día sin hacer la paz en la familia. En una familia no se puede terminar el día en guerra. Que Dios los bendiga. Que Dios les dé fuerzas. Que Dios los anime a seguir adelante. Cuidemos la familia. Defendamos la familia porque ahí se juega nuestro futuro. Gracias. Que Dios los bendiga y recen por mí, por favor.





Queridos hermanos y hermanas,
Queridas familias:

Quiero agradecerle, en primer lugar, a las familias que se han animado a compartir con nosotros su vida, gracias por su testimonio. Siempre es un regalo poder escuchar a las familias compartir sus experiencias de vida; eso toca el corazón. Sentimos que ellas nos hablan de cosas verdaderamente personales y únicas que en cierta medida nos involucran a todos. Al escuchar sus vivencias podemos sentirnos implicados, interpelados como matrimonios, como padres, como hijos, hermanos, abuelos.
Mientras los escuchaba pensaba cuán importante es compartir la vida de nuestros hogares y ayudarnos a crecer en esta hermosa y desafiante tarea de «ser familia».
Estar con ustedes me hace pensar en uno de los misterios más hermosos del cristianismo. Dios no quiso venir al mundo de otra forma que no sea por medio de una familia. Dios no quiso acercarse a la humanidad sino por medio de un hogar. Dios no quiso otro nombre para sí que llamarse Enmanuel (Mt 1,23), es el Dios-con-nosotros. Y este ha sido desde el comienzo su sueño, su búsqueda, su lucha incansable por decirnos: «Yo soy el Dios con ustedes, el Dios para ustedes». Es el Dios que, desde el principio de la creación, dijo: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2,18a), y nosotros podemos seguir diciendo: No es bueno que la mujer esté sola, no es bueno que el niño, el anciano, el joven estén solos; no es bueno. Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y los dos no serán sino una sola carne (cf. Gn 2,24). Los dos no serán sino un hogar, una familia.
Y así desde tiempos inmemorables, en lo profundo del corazón, escuchamos esas palabras que golpean con fuerza en nuestro interior: No es bueno que estés solo. La familia es el gran don, el gran regalo de este «Dios-con-nosotros», que no ha querido abandonarnos a la soledad de vivir sin nadie, sin desafíos, sin hogar.
Dios no sueña solo, busca hacerlo todo «con nosotros». El sueño de Dios se sigue realizando en los sueños de muchas parejas que se animan a hacer de su vida una familia.
Por eso, la familia es el símbolo vivo del proyecto amoroso que un día el Padre soñó. Querer formar una familia es animarse a ser parte del sueño de Dios, es animarse a soñar con Él, es animarse a construir con Él, es animarse a jugarse con Él esta historia de construir un mundo donde nadie se sienta solo, que nadie sienta que sobra o que no tiene un lugar.
Los cristianos admiramos la belleza y cada momento familiar como el lugar donde de manera gradual aprendemos el significado y el valor de las relaciones humanas. «Aprendemos que amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso, es una decisión, es un juicio, es una promesa» (Erich Fromm, El arte de amar). Aprendemos a jugárnosla por alguien y que esto vale la pena.
Jesús no fue un «solterón», todo lo contrario. Él ha desposado a la Iglesia, la ha hecho su pueblo. Él se jugó la vida por los que ama dando todo de sí, para que su esposa, la Iglesia, pudiera siempre experimentar que Él es el Dios con nosotros, con su pueblo, su familia. No podemos comprender a Cristo sin su Iglesia, como no podemos comprender la Iglesia sin su esposo, Cristo-Jesús, quien se entregó por amor y nos mostró que vale la pena hacerlo.
Jugársela por amor, no es algo de por sí fácil. Al igual que para el Maestro, hay momentos que este «jugársela» pasa por situaciones de cruz. Momentos donde parece que todo se vuelve cuesta arriba. Pienso en tantos padres, en tantas familias, a las que les falta el trabajo o poseen un trabajo sin derechos que se vuelve un verdadero calvario. Cuánto sacrificio para poder conseguir el pan cotidiano. Lógicamente, estos padres, al llegar a su hogar, no pueden darle lo mejor de sí a sus hijos por el cansancio que llevan sobre sus «hombros».
Pienso en tantas familias que no poseen un techo sobre el que cobijarse o viven en situaciones de hacinamiento. Que no poseen el mínimo para poder construir vínculos de intimidad, de seguridad, de protección frente a tanto tipo de inclemencias.
Pienso en tantas familias que no pueden acceder a los servicios sanitarios mínimos. Que, frente a problemas de salud, especialmente de los hijos o de los ancianos, dependen de un sistema que no logra tomarlos con seriedad, postergando el dolor y sometiendo a estas familias a grandes sacrificios para poder responder a sus problemas sanitarios.
No podemos pensar en una sociedad sana que no le dé espacio concreto a la vida familiar. No podemos pensar en una sociedad con futuro que no encuentre una legislación capaz de defender y asegurar las condiciones mínimas y necesarias para que las familias, especialmente las que están comenzando, puedan desarrollarse. Cuántos problemas se revertirían si nuestras sociedades protegieran y aseguraran que el espacio familiar, sobre todo el de los jóvenes esposos, encontrara la posibilidad de tener un trabajo digno, un techo seguro, un servicio de salud que acompañe la gestación familiar en todas las etapas de la vida.
El sueño de Dios sigue irrevocable, sigue intacto y nos invita a nosotros a trabajar, a comprometernos en una sociedad pro familia. Una sociedad, donde «el pan, fruto de la tierra y el trabajo de los hombres» (Misal Romano), siga siendo ofrecido en todo techo alimentando la esperanza de sus hijos.
Ayudémonos a que este «jugársela por amor» siga siendo posible. Ayudémonos los unos a los otros, en los momentos de dificultad, a aliviar las cargas. Seamos los unos apoyo de los otros, seamos las familias apoyo de otras familias.
No existen familias perfectas y esto no nos tiene que desanimar. Por el contrario, el amor se aprende, el amor se vive, el amor crece «trabajándolo» según las circunstancias de la vida por la que atraviesa cada familia concreta. El amor nace y se desarrolla siempre entre luces y sombras. El amor es posible en hombres y mujeres concretos que buscan no hacer de los conflictos la última palabra, sino una oportunidad. Oportunidad para pedir ayuda, oportunidad para preguntarse en qué tenemos que mejorar, oportunidad para poder descubrir al Dios con nosotros que nunca nos abandona. Este es un gran legado que le podemos dejar a nuestros hijos, una muy buena enseñanza: nos equivocamos, sí; tenemos problemas, sí; pero sabemos que eso no es lo definitivo. Sabemos que los errores, los problemas, los conflictos son una oportunidad para acercarnos a los demás, a Dios.
Esta noche nos encontramos para rezar, para hacerlo en familia, para hacer de nuestros hogares el rostro sonriente de la Iglesia. Para encontrarnos con el Dios que no quiso venir al mundo de otra forma que no sea por medio de una familia. Para encontrarnos con el Dios con nosotros, el Dios que está siempre entre nosotros.



sábado, 26 de septiembre de 2015

Homilía del Papa en la Misa con obispos, sacerdotes y religiosos en Filadelfia

MISA CON OBISPOS, SACERDOTES Y RELIGIOSOS

Catedral de San Pedro y San Pablo, Filadelfia
Sábado 26 de septiembre de 2015


Esta mañana he aprendido algo sobre la historia de esta hermosa Catedral: la historia que hay detrás de sus altos muros y ventanas. Me gusta pensar, sin embargo, que la historia de la Iglesia en esta ciudad y en este Estado es realmente una historia que no trata solo de la construcción de muros, sino también de derribarlos. Es una historia que nos habla de generaciones y generaciones de católicos comprometidos que han salido a las periferias y construido comunidades para el culto, para la educación, para la caridad y el servicio a la sociedad en general.

Esa historia se ve en los muchos santuarios que salpican esta ciudad y las numerosas iglesias parroquiales cuyas torres y campanarios hablan de la presencia de Dios en medio de nuestras comunidades. Se ve en el esfuerzo de todos aquellos sacerdotes, religiosos y laicos que, con dedicación, durante más de dos siglos, han atendido las necesidades espirituales de los pobres, los inmigrantes, los enfermos y los encarcelados. Y se ve en los cientos de escuelas en las que hermanos y hermanas religiosas han enseñado a los niños a leer y a escribir, a amar a Dios y al prójimo y a contribuir como buenos ciudadanos a la vida de la sociedad estadounidense. Todo esto es un gran legado que ustedes han recibido y que están llamados a enriquecer y transmitir.

La mayoría de ustedes conocen la historia de santa Catalina Drexel, una de las grandes santas que esta Iglesia local ha dado. Cuando le habló al Papa León XIII de las necesidades de las misiones, el Papa –era un Papa muy sabio– le preguntó intencionadamente: «¿Y tú?, ¿qué vas a hacer?». Esas palabras cambiaron la vida de Catalina, porque le recordaron que al final todo cristiano, hombre o mujer, en virtud del bautismo, ha recibido una misión. Cada uno de nosotros tiene que responder lo mejor que pueda al llamado del Señor para edificar su Cuerpo, la Iglesia.

«¿Y tú?». Me gustaría hacer hincapié en dos aspectos de estas palabras en el contexto de nuestra misión específica de transmitir la alegría del Evangelio y edificar la Iglesia, ya sea como sacerdotes, diáconos, miembros varones y mujeres de institutos de vida consagrada.

En primer lugar, aquellas palabras –«¿Y tú?»– fueron dirigidas a una persona joven, a una mujer joven con altos ideales, y le cambiaron la vida. Le hicieron pensar en el inmenso trabajo que había que hacer y la llevaron a darse cuenta de que estaba siendo llamada a hacer algo al respecto. ¡Cuántos jóvenes en nuestras parroquias y escuelas tienen los mismos altos ideales, generosidad de espíritu y amor por Cristo y la Iglesia! Les pregunto: ¿Nosotros los desafiamos? ¿Les damos espacio y los ayudamos a que realicen su cometido? ¿Encontramos el modo de compartir su entusiasmo y sus dones con nuestras comunidades, sobre todo en la práctica de las obras de misericordia y en la preocupación por los demás? ¿Compartimos nuestra propia alegría y entusiasmo en el servicio del Señor?

Uno de los grandes desafíos de la Iglesia en este momento es fomentar en todos los fieles el sentido de la responsabilidad personal en la misión de la Iglesia, y capacitarlos para que puedan cumplir con tal responsabilidad como discípulos misioneros, como fermento del Evangelio en nuestro mundo. Esto requiere creatividad para adaptarse a los cambios de las situaciones, transmitiendo el legado del pasado, no solo a través del mantenimiento de estructuras e instituciones, que son útiles, sino sobre todo abriéndose a las posibilidades que el Espíritu nos descubre y mediante la comunicación de la alegría del Evangelio, todos los días y en todas las etapas de nuestra vida.

«¿Y tú?». Es significativo que estas palabras del anciano Papa fueran dirigidas a una mujer laica. Sabemos que el futuro de la Iglesia, en una sociedad que cambia rápidamente, reclama ya desde ahora una participación de los laicos mucho más activa. La Iglesia en los Estados Unidos ha dedicado siempre un gran esfuerzo a la catequesis y a la educación. Nuestro reto hoy es construir sobre esos cimientos sólidos y fomentar un sentido de colaboración y responsabilidad compartida en la planificación del futuro de nuestras parroquias e instituciones. Esto no significa renunciar a la autoridad espiritual que se nos ha confiado; más bien, significa discernir y emplear sabiamente los múltiples dones que el Espíritu derrama sobre la Iglesia. De manera particular, significa valorar la inmensa contribución que las mujeres, laicas y religiosas, han hecho y siguen haciendo en la vida de nuestras comunidades.

Queridos hermanos y hermanas, les doy las gracias por la forma en que cada uno de ustedes ha respondido a la pregunta de Jesús que inspiró su propia vocación: «¿Y tú?». Los animo a que renueven la alegría, el estupor de ese primer encuentro con Jesús y a sacar de esa alegría renovada fidelidad y fuerza. Espero con ilusión compartir con ustedes estos días y les pido que lleven mi afectuoso saludo a los que no pudieron estar con nosotros, especialmente a los numerosos sacerdotes, religiosos y religiosas ancianos que se unen espiritualmente.

Durante estos días del Encuentro Mundial de las Familias, les pediría de modo especial que reflexionen sobre nuestro servicio a las familias, a las parejas que se preparan para el matrimonio y a nuestros jóvenes. Sé lo mucho que se está haciendo en las iglesias particulares para responder a las necesidades de las familias y apoyarlas en su camino de fe. Les pido que oren fervientemente por ellas, así como por las deliberaciones del próximo Sínodo sobre la Familia.

Con gratitud por todo lo que hemos recibido, y con segura confianza en medio de nuestras necesidades, nos dirigimos a María, nuestra Madre Santísima. Que con su amor de madre interceda por la Iglesia en América, para que siga creciendo en el testimonio profético del poder que tiene la cruz de su Hijo para traer alegría, esperanza y fuerza a nuestro mundo. Rezo por cada uno de ustedes, y les pido, por favor, que lo hagan por mí.


Comentario el evangelio del Domingo 26 durante el año (27-09-2015)

Les comparto el evangelio de este domingo para ir poder ir "rumiando la Palabra", intentando descubrir a que nos invita. Después de la lectura te dejo algunas ideas-puntas que quizá te ayuden a rezar.

¡Qué tengan un lindo fin de semana y abundantes bendiciones!
Javier

Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos     9, 38-43. 45. 47-48
 
    Juan dijo a Jesús: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu Nombre, y tratamos de impedírselo porque no es de los nuestros».

    Pero Jesús les dijo: «No se lo impidan, porque nadie puede hacer un milagro en mi Nombre y luego hablar mal de mí. Y el que no está contra nosotros, está con nosotros.
    Les aseguro que no quedará sin recompensa el que les dé de beber un vaso de agua por el hecho de que ustedes pertenecen a Cristo.
    Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar.
    Si tu mano es para ti ocasión de pecado, córtala, porque más te vale entrar en la Vida manco, que ir con tus dos manos al infierno, al fuego inextinguible. Y si tu pie es para ti ocasión de pecado, córtalo, porque más te vale entrar lisiado en la Vida, que ser arrojado con tus dos pies al infierno.
    Y si tu ojo es para ti ocasión de pecado, arráncalo, porque más te vale entrar con un solo ojo en el Reino de Dios, que ser arrojado con tus dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga».
 
Palabra del Señor.



En un lenguaje claro el Señor Jesús nos invita, como  lo hizo a los discípulos a ir un poco más lejos:

1) Primero los discípulos haciendo el "ellos" y "nosotros" muy común en nosotros. Jesús invitando que el "nosotros" los incluya a "ellos" haciéndonos ver y descubrir lo que suma y no resta. ¿Cómo soy yo en este punto? ¿A qué me invita el Señor?

2) Segundo: el escándalo a los pequeños. La respuesta de Jesús es terminante. Yo, ¿cuido el no escandalizar? ¿Soy testimonio de este Dios Misericordia? ¿Los gestos del Papa Francisco de este último tiempo no van hacía ahí? ¿A que me invita Jesús?

3) Cortar lo que me lleva al pecado. Más vale que no vamos a tener que cortar nada: sería terrible ya que estaríamos muchos (si no todos) tuertos, mancos o sin alguna pierna. ¿Qué aquello con lo que tengo que cortar? No necesariamente tiene que ser algo grave o un pecado terrible, sino ¿qué cosas me esclavizan? ¿A qué cosa estoy atado?



Homilia del Papa en la misa en el Madison Square Garden, Nueva York

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Madison Square Garden, Nueva York
Viernes 25 de septiembre de 2015


Estamos en el Madison Square Garden, lugar emblemático de esta ciudad, sede de importantes encuentros deportivos, artísticos, musicales, que logra congregar a personas provenientes de distintas partes, no solo de esta ciudad, sino del mundo entero. En este lugar que representa las distintas facetas de la vida de los ciudadanos que se congregan por intereses comunes, hemos escuchado: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» (Is 9,1). El pueblo que caminaba, el pueblo en medio de sus actividades, de sus rutinas; el pueblo que caminaba cargando sobre sí sus aciertos y sus equivocaciones, sus miedos y sus oportunidades. Ese pueblo ha visto una gran luz. El pueblo que caminaba con sus alegrías y esperanzas, con sus desilusiones y amarguras, ese pueblo ha visto una gran luz.

El Pueblo de Dios es invitado en cada época histórica a contemplar esta luz. Luz que quiere iluminar a las naciones. Así, lleno de júbilo, lo expresaba el anciano Simeón. Luz que quiere llegar a cada rincón de esta ciudad, a nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida.

«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz». Una de las particularidades del pueblo creyente pasa por su capacidad de ver, de contemplar en medio de sus «oscuridades» la luz que Cristo viene a traer. Ese pueblo creyente que sabe mirar, que saber discernir, que sabe contemplar la presencia viva de Dios en medio de su vida, en medio de su ciudad. Con el profeta hoy podemos decir: el pueblo que camina, respira, vive entre el «smog», ha visto una gran luz, ha experimentado un aire de vida.

Vivir en una ciudad es algo bastante complejo: contexto pluricultural con grandes desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades son recuerdo de la riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de culturas, tradiciones e historias. La variedad de lenguas, de vestidos, de alimentos. Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la pluralidad de maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al sentido de la vida en las circunstancias donde nos encontrábamos. A su vez, las grandes ciudades esconden el rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía o ser ciudadanos de segunda categoría. En las grandes ciudades, bajo el ruido del tránsito, bajo «el ritmo del cambio», quedan silenciados tantos rostros por no tener «derecho» a ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad –los extranjeros, sus hijos (y no solo) que no logran la escolarización, los privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos solos–, quedando al borde de nuestras calles, en nuestras veredas, en un anonimato ensordecedor. Y se convierten en parte de un paisaje urbano que lentamente se va naturalizando ante nuestros ojos y especialmente en nuestro corazón.

Saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose vitalmente con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única historia de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera de esa fuerza que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los demás, de la vida de nuestra ciudad. Una esperanza que nos libra de «conexiones» vacías, de los análisis abstractos o de rutinas sensacionalistas. Una esperanza que no tiene miedo a involucrarse actuando como fermento en los rincones donde nos toque vivir y actuar. Una esperanza que nos invita a ver en medio del «smog» la presencia de Dios que sigue caminando en nuestra ciudad. Porque Dios está en la ciudad.

¿Cómo es esta luz que transita nuestras calles? ¿Cómo encontrar a Dios que vive con nosotros en medio del «smog» de nuestras ciudades? ¿Cómo encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el hoy de nuestras ciudades pluriculturales?

El profeta Isaías nos hará de guía en este «aprender a mirar». Habló de la luz, que es Jesús. Y ahora nos presenta a Jesús como «Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (9,5-6). De esta manera, nos introduce en la vida del Hijo para que también esa sea nuestra vida.

«Consejero maravilloso». Los Evangelios nos narran cómo muchos van a preguntarle: «Maestro, ¿qué debemos hacer?». El primer movimiento que Jesús genera con su respuesta es proponer, incitar, motivar. Propone siempre a sus discípulos ir, salir. Los empuja a ir al encuentro de los otros, donde realmente están y no donde nos gustarían que estuviesen. Vayan, una y otra vez, vayan sin miedo, vayan sin asco, vayan y anuncien esta alegría que es para todo el pueblo.

«Dios fuerte». En Jesús Dios se hizo el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, el Dios que camina a nuestro lado, que se ha mezclado en nuestras cosas, en nuestras casas, en nuestras «ollas», como le gustaba decir a santa Teresa de Jesús.

«Padre para siempre». Nada ni nadie podrá apartarnos de su Amor. Vayan y anuncien, vayan y vivan que Dios está en medio de ustedes como un Padre misericordioso que sale todas las mañanas y todas las tardes para ver si su hijo vuelve a casa, y apenas lo ve venir corre a abrazarlo. Esto es lindo. Un abrazo que busca asumir, busca purificar y elevar la dignidad de sus hijos. Padre que, en su abrazo, es «buena noticia a los pobres, alivio de los afligidos, libertad a los oprimidos, consuelo para los tristes» (Is61,1).

«Príncipe de la paz». El andar hacia los otros para compartir la buena nueva que Dios es nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos libera del anonimato, de una vida sin rostros, una vida vacía y nos introduce en la escuela del encuentro. Nos libera de la guerra de la competencia, de la autorreferencialidad, para abrirnos al camino de la paz. Esa paz que nace del reconocimiento del otro, esa paz que surge en el corazón al mirar especialmente al más necesitado como a un hermano.

Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia vive en nuestras ciudades. Y Dios y la Iglesia, que viven en nuestras ciudades, quieren ser fermento en la masa, quieren mezclarse con todos, acompañando a todos, anunciando las maravillas de Aquel que es Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz.

«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» y nosotros, cristianos, somos testigos.


Palabras del Papa en la ONU

VISITA A LA ORGANIZACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS

Nueva York 
Viernes 25 de septiembre de 2015



Señor Presidente,
Señoras y Señores: Buenos días.

Una vez más, siguiendo una tradición de la que me siento honrado, el Secretario General de las Naciones Unidas ha invitado al Papa a dirigirse a esta honorable Asamblea de las Naciones. En nombre propio y en el de toda la comunidad católica, Señor Ban Ki-moon, quiero expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco también sus amables palabras. Saludo asimismo a los Jefes de Estado y de Gobierno aquí presentes, a los Embajadores, diplomáticos y funcionarios políticos y técnicos que los acompañan, al personal de las Naciones Unidas empeñado en esta 70ª Sesión de la Asamblea General, al personal de todos los programas y agencias de la familia de la ONU, y a todos los que de un modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes saludo también a los ciudadanos de todas las naciones representadas en este encuentro. Gracias por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien de la humanidad.

Esta es la quinta vez que un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis predecesores Pablo VI en 1965Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi más reciente predecesor, hoy el Papa emérito Benedicto XVI, en 2008. Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada al momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a la afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder tecnológico, en manos de ideologías nacionalistas o falsamente universalistas, es capaz de producir tremendas atrocidades. No puedo menos que asociarme al aprecio de mis predecesores, reafirmando la importancia que la Iglesia Católica concede a esta institución y las esperanzas que pone en sus actividades.

La historia de la comunidad organizada de los Estados, representada por las Naciones Unidas, que festeja en estos días su 70 aniversario, es una historia de importantes éxitos comunes, en un período de inusitada aceleración de los acontecimientos. Sin pretensión de exhaustividad, se puede mencionar la codificación y el desarrollo del derecho internacional, la construcción de la normativa internacional de derechos humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, la solución de muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación, y tantos otros logros en todos los campos de la proyección internacional del quehacer humano. Todas estas realizaciones son luces que contrastan la oscuridad del desorden causado por las ambiciones descontroladas y por los egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos los graves problemas no resueltos, pero también es evidente que, si hubiera faltado toda esta actividad internacional, la humanidad podría no haber sobrevivido al uso descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de estos progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción del ideal de la fraternidad humana y un medio para su mayor realización.

Rindo pues homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido leal y sacrificadamente a toda la humanidad en estos 70 años. En particular, quiero recordar hoy a los que han dado su vida por la paz y la reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los muchísimos funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones humanitarias, de paz y reconciliación.

La experiencia de estos 70 años, más allá de todo lo conseguido, muestra que la reforma y la adaptación a los tiempos siempre es necesaria, progresando hacia el objetivo último de conceder a todos los países, sin excepción, una participación y una incidencia real y equitativa en las decisiones. Esta necesidad de una mayor equidad, vale especialmente para los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva, como es el caso del Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los grupos o mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis económicas. Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o usura sobre todo con los países en vías de desarrollo. Los organismos financieros internacionales han de velar por el desarrollo sostenible de los países y la no sumisión asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de promover el progreso, someten a las poblaciones a mecanismos de mayor pobreza, exclusión y dependencia.

La labor de las Naciones Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de los primeros artículos de su Carta Constitucional, puede ser vista como el desarrollo y la promoción de la soberanía del derecho, sabiendo que la justicia es requisito indispensable para obtener el ideal de la fraternidad universal. En este contexto, cabe recordar que la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia, significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente, autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras personas singulares o de sus agrupaciones sociales. La distribución fáctica del poder (político, económico, de defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad de sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de las pretensiones e intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial hoy nos presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder:  el ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos sectores íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y económicas preponderantes han convertido en partes frágiles de la realidad. Por eso hay que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando la protección del ambiente y acabando con la exclusión.

Ante todo, hay que afirmar que existe un verdadero «derecho del ambiente» por un doble motivo. Primero, porque los seres humanos somos parte del ambiente. Vivimos en comunión con él, porque el mismo ambiente comporta límites éticos que la acción humana debe reconocer y respetar. El hombre, aun cuando está dotado de «capacidades inéditas» que «muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico» (Laudato si’, 81), es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un cuerpo formado por elementos físicos, químicos y biológicos, y solo puede sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le es favorable. Cualquier daño al ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad. Segundo, porque cada una de las creaturas, especialmente las vivientes, tiene un valor en sí misma, de existencia, de vida, de belleza y de interdependencia con las demás creaturas. Los cristianos, junto con las otras religiones monoteístas, creemos que el universo proviene de una decisión de amor del Creador, que permite al hombre servirse respetuosamente de la creación para el bien de sus semejantes y para gloria del Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho menos está autorizado a destruirla. Para todas las creencias religiosas, el ambiente es un bien fundamental (cf. ibíd.81).

El abuso y la destrucción del ambiente, al mismo tiempo, van acompañados por un imparable proceso de exclusión. En efecto, un afán egoísta e ilimitado de poder y de bienestar material lleva tanto a abusar de los recursos materiales disponibles como a excluir a los débiles y con menos habilidades, ya sea por tener capacidades diferentes (discapacitados) o porque están privados de los conocimientos e instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente capacidad de decisión política. La exclusión económica y social es una negación total de la fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y al ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados por un triple grave motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo tiempo obligados a vivir del descarte y deben injustamente sufrir las consecuencias del abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy tan difundida e inconscientemente consolidada «cultura del descarte».

Lo dramático de toda esta situación de exclusión e inequidad, con sus claras consecuencias, me lleva junto a todo el pueblo cristiano y a tantos otros a tomar conciencia también de mi grave responsabilidad al respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de todos aquellos que anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy mismo, es una importante señal de esperanza. Confío también que la Conferencia de París sobre el cambio climático logre acuerdos fundamentales y eficaces.
No bastan, sin embargo, los compromisos asumidos solemnemente, aunque constituyen ciertamente un paso necesario para las soluciones. La definición clásica de justicia a que aludí anteriormente contiene como elemento esencial una voluntad constante y perpetua: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi. El mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica, constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el ambiente natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen internacional organizado. Es tal la magnitud de estas situaciones y el grado de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias. Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha contra todos estos flagelos.

La multiplicidad y complejidad de los problemas exige contar con instrumentos técnicos de medida. Esto, empero, comporta un doble peligro: limitarse al ejercicio burocrático de redactar largas enumeraciones de buenos propósitos –metas, objetivos e indicaciones estadísticas–, o creer que una única solución teórica y apriorística dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en ningún momento, que la acción política y económica, solo es eficaz cuando se la entiende como una actividad prudencial, guiada por un concepto perenne de justicia y que no pierde de vista en ningún momento que, antes y más allá de los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales a los gobernantes, que viven, luchan y sufren, y que muchas veces se ven obligados a vivir miserablemente, privados de cualquier derecho.

Para que estos hombres y mujeres concretos puedan escapar de la pobreza extrema, hay que permitirles ser dignos actores de su propio destino. El desarrollo humano integral y el pleno ejercicio de la dignidad humana no pueden ser impuestos. Deben ser edificados y desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión con los demás hombres y en una justa relación con todos los círculos en los que se desarrolla la socialidad humana –amigos, comunidades, aldeas municipios, escuelas, empresas y sindicatos, provincias, naciones–. Esto supone y exige el derecho a la educación –también para las niñas, excluidas en algunas partes–, que se asegura en primer lugar respetando y reforzando el derecho primario de las familias a educar, y el derecho de las Iglesias y de las agrupaciones sociales a sostener y colaborar con las familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación, así concebida, es la base para la realización de la Agenda 2030 y para recuperar el ambiente.

Al mismo tiempo, los gobernantes han de hacer todo lo posible a fin de que todos puedan tener la mínima base material y espiritual para ejercer su dignidad y para formar y mantener una familia, que es la célula primaria de cualquier desarrollo social. Este mínimo absoluto tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un nombre en lo espiritual: libertad de espíritu, que comprende la libertad religiosa, el derecho a la educación y todos los otros derechos cívicos. 
Por todo esto, la medida y el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda para el desarrollo será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno y debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad religiosa, y más en general libertad de espíritu y educación. Al mismo tiempo, estos pilares del desarrollo humano integral tienen un fundamento común, que es el derecho a la vida y, más en general, lo que podríamos llamar el derecho a la existencia de la misma naturaleza humana.

La crisis ecológica, junto con la destrucción de buena parte de la biodiversidad, puede poner en peligro la existencia misma de la especie humana. Las nefastas consecuencias de un irresponsable desgobierno de la economía mundial, guiado solo por la ambición de lucro y de poder, deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el hombre:«El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza» (Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de Alemania22 septiembre 2011; citado en Laudato si’, 6). La creación se ve perjudicada «donde nosotros mismos somos las últimas instancias [...] El derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros mismos» (Id.Discurso al Clero de la Diócesis de Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008; citado ibíd.). Por eso, la defensa del ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el reconocimiento de una ley moral inscrita en la propia naturaleza humana, que comprende la distinción natural entre hombre y mujer (Laudato si’, 155), y el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones (cf. ibíd.123136).

Sin el reconocimiento de unos límites éticos naturales insalvables y sin la actuación inmediata de aquellos pilares del desarrollo humano integral, el ideal de «salvar las futuras generaciones del flagelo de la guerra» (Carta de las Naciones Unidas, Preámbulo) y de «promover el progreso social y un más elevado nivel de vida en una más amplia libertad» (ibíd.) corre el riesgo de convertirse en un espejismo inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven de excusa para cualquier abuso y corrupción, o para promover una colonización ideológica a través de la imposición de modelos y estilos de vida anómalos, extraños a la identidad de los pueblos y, en último término, irresponsables.

La guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y los pueblos.

Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental. La experiencia de los 70 años de existencia de las Naciones Unidas, en general, y en particular la experiencia de los primeros 15 años del tercer milenio, muestran tanto la eficacia de la plena aplicación de las normas internacionales como la ineficacia de su incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las Naciones Unidas con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como un punto de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, en cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar cuando resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una verdadera caja de Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan gravemente las poblaciones inermes, el ambiente cultural e incluso el ambiente biológico.

El Preámbulo y el primer artículo de la Carta de las Naciones Unidas indican los cimientos de la construcción jurídica internacional: la paz, la solución pacífica de las controversias y el desarrollo de relaciones de amistad entre las naciones. Contrasta fuertemente con estas afirmaciones, y las niega en la práctica, la tendencia siempre presente a la proliferación de las armas, especialmente las de destrucción masiva como pueden ser las nucleares. Una ética y un derecho basados en la amenaza de destrucción mutua –y posiblemente de toda la humanidad– son contradictorios y constituyen un fraude a toda la construcción de las Naciones Unidas, que pasarían a ser «Naciones unidas por el miedo y la desconfianza». Hay que empeñarse por un mundo sin armas nucleares, aplicando plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el espíritu, hacia una total prohibición de estos instrumentos.

El reciente acuerdo sobre la cuestión nuclear en una región sensible de Asia y Oriente Medio es una prueba de las posibilidades de la buena voluntad política y del derecho, ejercitados con sinceridad, paciencia y constancia. Hago votos para que este acuerdo sea duradero y eficaz y dé los frutos deseados con la colaboración de todas las partes implicadas.

En ese sentido, no faltan duras pruebas de las consecuencias negativas de las intervenciones políticas y militares no coordinadas entre los miembros de la comunidad internacional. Por eso, aun deseando no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el Oriente Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde los cristianos, junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso junto con aquella parte de los miembros de la religión mayoritaria que no quiere dejarse envolver por el odio y la locura, han sido obligados a ser testigos de la destrucción de sus lugares de culto, de su patrimonio cultural y religioso, de sus casas y haberes y han sido puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a la paz con la propia vida o con la esclavitud.

Estas realidades deben constituir un serio llamado a un examen de conciencia de los que están a cargo de la conducción de los asuntos internacionales. No solo en los casos de persecución religiosa o cultural, sino en cada situación de conflicto, como Ucrania, Siria, Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región de los Grandes Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de parte, por legítimos que sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos singulares, hermanos y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, niños y niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que se convierten en material de descarte cuando la actividad consiste sólo en enumerar problemas, estrategias y discusiones.

Como pedía al Secretario General de las Naciones Unidas en mi carta del 9 de agosto de 2014, «la más elemental comprensión de la dignidad humana [obliga] a la comunidad internacional, en particular a través de las normas y los mecanismos del derecho internacional, a hacer todo lo posible para detener y prevenir ulteriores violencias sistemáticas contra las minorías étnicas y religiosas» y para proteger a las poblaciones inocentes.

En esta misma línea quisiera hacer mención a otro tipo de conflictividad no siempre tan explicitada pero que silenciosamente viene cobrando la muerte de millones de personas. Otra clase de guerra que viven muchas de nuestras sociedades con el fenómeno del narcotráfico. Una guerra «asumida» y pobremente combatida. El narcotráfico por su propia dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de activos, del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras formas de corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos casos, una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de nuestras instituciones.

Comencé esta intervención recordando las visitas de mis predecesores. Quisiera ahora que mis palabras fueran especialmente como una continuación de las palabras finales del discurso de Pablo VI, pronunciado hace casi exactamente 50 años, pero de valor perenne, cito: «Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca, como hoy, [...] ha sido tan necesaria la conciencia moral del hombre, porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán [...] resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad» (Discurso a los Representantes de los Estados, 4 de octubre de 1965). Entre otras cosas, sin duda, la genialidad humana, bien aplicada, ayudará a resolver los graves desafíos de la degradación ecológica y de la exclusión. Continúo con Pablo VI: «El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas» (ibíd.). Hasta aquí Pablo VI.

La casa común de todos los hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la fraternidad universal  y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana, de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada.

Tal comprensión y respeto exigen un grado superior de sabiduría, que acepte la trascendencia, la de uno mismo, renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y comprenda que el sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en el servicio abnegado de los demás y en el uso prudente y respetuoso de la creación para el bien común. Repitiendo las palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.).

El gaucho Martín Fierro, un clásico de la literatura de mi tierra natal, canta: «Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera».

El mundo contemporáneo, aparentemente conexo, experimenta una creciente y sostenida fragmentación social que pone en riesgo «todo fundamento de la vida social» y por lo tanto «termina por enfrentarnos unos con otros para preservar los propios intereses» (Laudato si’, 229).
El tiempo presente nos invita a privilegiar acciones que generen dinamismos nuevos en la sociedad hasta que fructifiquen en importantes y positivos acontecimientos históricos (cf.  Evangelii gaudium, 223). No podemos permitirnos postergar «algunas agendas» para el futuro. El futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los conflictos mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados.

La loable construcción jurídica internacional de la Organización de las Naciones Unidas y de todas sus realizaciones, perfeccionable como cualquier otra obra humana y, al mismo tiempo, necesaria, puede ser prenda de un futuro seguro y feliz para las generaciones futuras. Y lo será si los representantes de los Estados sabrán dejar de lado intereses sectoriales e ideologías, y buscar sinceramente el servicio del bien común. Pido a Dios Todopoderoso que así sea, y les aseguro mi apoyo, mi oración y el apoyo y las oraciones de todos los fieles de la Iglesia Católica, para que esta Institución, todos sus Estados miembros y cada uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar, para el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano. Que Dios los bendiga a todos.