"Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de Vida... eso les anunciamos" (1 Jn 1, 1.3)
lunes, 11 de febrero de 2013
TEXTO DE LA DIMISIÓN DEL PAPA BENEDICTO XVI
"Queridísimos hermanos, Os he convocado a este Consistorio, no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia.
Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy muy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando.
Sin embargo, en el mundo de hoy, sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de San Pedro y anunciar el Evangelio, es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado.
Por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma, Sucesor de San Pedro, que me fue confiado por medio de los Cardenales el 19 de abril de 2005, de forma que, desde el 28 de febrero de 2013, a las 20.00 horas, la sede de Roma, la sede de San Pedro, quedará vacante y deberá ser convocado, por medio de quien tiene competencias, el cónclave para la elección del nuevo Sumo Pontífice.
Queridísimos hermanos, os doy las gracias de corazón por todo el amor y el trabajo con que habéis llevado junto a mí el peso de mi ministerio, y pido perdón por todos mis defectos.
Ahora, confiamos la Iglesia al cuidado de su Sumo Pastor, Nuestro Señor Jesucristo, y suplicamos a María, su Santa Madre, que asista con su materna bondad a los Padres Cardenales al elegir el nuevo Sumo Pontífice. Por lo que a mí respecta, también en el futuro, quisiera servir de todo corazón a la Santa Iglesia de Dios con una vida dedicada a la plegaria.
Vaticano, 10 de febrero 2013."
domingo, 10 de febrero de 2013
Metanoia
Esta palabra griega “metanoia” la traducimos
como “conversión”. En el significado original quiere expresar un cambio
radical, de 180 grados.
No es un mero cambiar sino transformar la
totalidad de nuestro proceder, un cambio radical.
El tiempo de Cuaresma que comenzamos el próximo
miércoles 13 con la celebración de las cenizas está marcado por esa realidad.
Se nos dice al imponerlas sobre nuestras cabezas “conviértete y cree en el
evangelio”. Cambia y abrile el corazón a la Buena Noticia (eso significa
evangelio), abrite a Jesús.
Cambiar radicalmente es vivir en la Verdad. La
verdad en el amor, tanto a los otros como a nosotros mismos. “La verdad los
hará libres” dice Jesús. Dejar de mentirnos y mirarnos en el espejo de la
verdad, de nuestra verdad, nos libera. Ella nos describe y nos enseña como
fuimos soñados al ser creados.
Convertirnos nos obliga a salir de nuestro
“ombliguismo”, es decir de creernos el centro del mundo y pensarnos como los
“únicos salvadores”, los que tenemos la “posta”.
Convertirse es descentrarnos para empezar a ver
la realidad en su justa envergadura donde somos parte de un todo que es la
comunidad, que se construye en la fidelidad y la entrega cotidiana.
Convertirse es ser fiel en lo cotidiano, no
esperando agradar a nadie sabiendo que la recompensa es el bien hecho.
Convertirse es la entrega de la propia vida. Es
no esperar que el otro de el primer paso. Es animarse a ser el servidor de los
demás.
Convertirse, por último, es confiar en Dios que
es providente que no va ha hacer que nos falte lo necesario para vivir. El
desafío es descubrir que nos tarea solo nuestra el conseguir la cosas sino que
también hay regalo de su amor.
Comenzamos la Cuaresma: cuarenta días para
preparar el corazón a la Pascua.
Tenemos varias semanas para intentar, con la
ayuda de Dios, cambiar un poco y parecernos más a Jesús.
Junto caminemos este tiempo deseando vivir en
la verdad, poniendo la mirada en el Señor.
Dios nos bendiga y cuide con su amor.
P. Javier
MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI PARA LA CUARESMA 2013
Creer en la caridad suscita caridad
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16)
«Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4,16)
Queridos hermanos y hermanas:
La celebración de la Cuaresma, en el
marco del Año
de la fe, nos ofrece una ocasión preciosa para meditar sobre la
relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de Jesucristo, y el
amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía por un camino de
entrega a Dios y a los demás.
1. La fe como respuesta al amor de
Dios
En mi primera Encíclica expuse ya algunos
elementos para comprender el estrecho vínculo entre estas dos virtudes
teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación fundamental del
apóstol Juan: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él»
(1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento,
con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva... Y puesto que es Dios quien nos ha amado primero (cf. 1
Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un “mandamiento”, sino la respuesta
al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro» (Deus
caritas est, 1). La fe constituye la adhesión personal ―que incluye
todas nuestras facultades― a la revelación del amor gratuito y «apasionado» que
Dios tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo. El
encuentro con Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino también el
entendimiento: «El reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el amor, y el
sí de nuestra voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento
en el acto único del amor. Sin embargo, éste es un proceso que siempre está en
camino: el amor nunca se da por “concluido” y completado» (ibídem, 17).
De aquí deriva para todos los cristianos y, en particular, para los «agentes de
la caridad», la necesidad de la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que
suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos,
el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera,
sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad»
(ib., 31a). El cristiano es una persona conquistada por el amor de
Cristo y movido por este amor ―«caritas Christi urget nos» (2 Co
5,14)―, está abierto de modo profundo y concreto al amor al prójimo (cf. ib.,
33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de que el Señor nos ama, nos
perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los pies de los apóstoles y se
entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la humanidad al amor de Dios.
«La fe nos muestra a Dios que nos ha dado
a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de que realmente es verdad
que Dios es amor... La fe, que hace tomar conciencia del amor de Dios revelado
en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita a su vez el amor. El amor
es una luz ―en el fondo la única― que ilumina constantemente a un mundo oscuro
y nos da la fuerza para vivir y actuar» (ib., 39). Todo esto nos lleva a
comprender que la principal actitud característica de los cristianos es
precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por ella» (ib., 7).
2. La caridad como vida en la fe
Toda la vida cristiana consiste en
responder al amor de Dios. La primera respuesta es precisamente la fe, acoger
llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa divina que nos precede y
nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de una luminosa historia de
amistad con el Señor, que llena toda nuestra existencia y le da pleno sentido.
Sin embargo, Dios no se contenta con que nosotros aceptemos su amor gratuito.
No se limita a amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo
tan profundo que podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo
vive en mí (cf. Ga 2,20).
Cuando dejamos espacio al amor de Dios,
nos hace semejantes a él, partícipes de su misma caridad. Abrirnos a su amor
significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como
él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga
5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
La fe es conocer la verdad y adherirse a
ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad (cf. Ef
4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se vive y
se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el
mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en
práctica (cf. Jn 13,13-17). En la fe somos engendrados como hijos de
Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar concretamente en
este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,22). La
fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos encomienda;
la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).
3. El lazo indisoluble entre fe y
caridad
A la luz de cuanto hemos dicho, resulta
claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y caridad. Estas dos
virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es equivocado ver en
ellas un contraste o una «dialéctica». Por un lado, en efecto, representa una
limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en la prioridad y el
carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando las obras
concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por otro, sin
embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la caridad y
de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe. Para una
vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el activismo
moralista.
La existencia cristiana consiste en un
continuo subir al monte del encuentro con Dios para después volver a bajar,
trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin de servir a nuestros
hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios. En la Sagrada Escritura vemos que
el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que suscita la fe está
estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto al servicio de los
pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia, contemplación y acción,
simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las hermanas Marta
y María, deben coexistir e integrarse (cf. Lc 10,38-42). La prioridad
corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico
debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia
general 25 abril 2012). A veces, de hecho, se tiene la tendencia a
reducir el término «caridad» a la solidaridad o a la simple ayuda humanitaria.
En cambio, es importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente
la evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más
benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la
Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio,
introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más
alta e integral de la persona humana. Como escribe el siervo de Dios el Papa
Pablo VI en la Encíclica Populorum
progressio, es el anuncio de Cristo el primer y principal factor de
desarrollo (cf. n. 16). La verdad originaria del amor de Dios por nosotros,
vivida y anunciada, abre nuestra existencia a aceptar este amor haciendo
posible el desarrollo integral de la humanidad y de cada hombre (cf. Caritas
in veritate, 8).
En definitiva, todo parte del amor y
tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el anuncio del
Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto ―indispensable―
con lo divino, capaz de hacernos «enamorar del Amor», para después vivir y
crecer en este Amor y comunicarlo con alegría a los demás.
A propósito de la relación entre fe y
obras de caridad, unas palabras de la Carta de san Pablo a los Efesios
resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados por la gracia
mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios;
tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto, hechura suya
somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de antemano dispuso
Dios que practicáramos» (2,8-10). Aquí se percibe que toda la iniciativa
salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido en la fe; pero esta
iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra responsabilidad, más
bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las obras de la caridad.
Éstas no son principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino
que nacen de la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. Una fe
sin obras es como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan
recíprocamente. La cuaresma, con las tradicionales indicaciones para la vida
cristiana, nos invita precisamente a alimentar la fe a través de una escucha
más atenta y prolongada de la Palabra de Dios y la participación en los sacramentos
y, al mismo tiempo, a crecer en la caridad, en el amor a Dios y al prójimo,
también a través de las indicaciones concretas del ayuno, de la penitencia y de
la limosna.
4. Prioridad de la fe, primado de
la caridad
Como todo don de Dios, fe y caridad se
atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co 13), ese
Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que nos hace
decir: «¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co
16,22; Ap 22,20).
La fe, don y respuesta, nos da a conocer
la verdad de Cristo como Amor encarnado y crucificado, adhesión plena y
perfecta a la voluntad del Padre e infinita misericordia divina para con el
prójimo; la fe graba en el corazón y la mente la firme convicción de que
precisamente este Amor es la única realidad que vence el mal y la muerte. La fe
nos invita a mirar hacia el futuro con la virtud de la esperanza, esperando
confiadamente que la victoria del amor de Cristo alcance su plenitud. Por su
parte, la caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en
Cristo, nos hace adherir de modo personal y existencial a la entrega total y
sin reservas de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en nosotros la
caridad, el Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de
Jesús: filial para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm
5,5).
La relación entre estas dos virtudes es
análoga a la que existe entre dos sacramentos fundamentales de la Iglesia: el
bautismo y la Eucaristía. El bautismo (sacramentum fidei) precede a la
Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está orientado a ella, que
constituye la plenitud del camino cristiano. Análogamente, la fe precede a la
caridad, pero se revela genuina sólo si
culmina en ella. Todo parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios
nos ama»), pero debe llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al
prójimo»), que permanece para siempre, como cumplimiento de todas las virtudes
(cf. 1 Co 13,13).
Queridos hermanos y hermanas, en este
tiempo de cuaresma, durante el cual nos preparamos a celebrar el acontecimiento
de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de Dios redimió al mundo
e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este tiempo precioso
reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo torrente de amor por el
Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en nuestra vida. Por esto,
elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada uno y cada comunidad la
Bendición del Señor.
Miércoles de Ceniza: el inicio de la Cuaresma
La imposición de las cenizas nos recuerda que nuestra vida en la tierra es
pasajera y que nuestra vida definitiva se encuentra en el Cielo. La Cuaresma comienza con el Miércoles de Ceniza y es un
tiempo de oración, penitencia y ayuno. Cuarenta días que la Iglesia marca para
la conversión del corazón. Las palabras que se usan para la imposición de
cenizas, son:
-
“Concédenos, Señor, el perdón y haznos pasar del pecado a la gracia y de la
muerte a la vida”.
-
“Recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás"
-
“Arrepiéntete y cree en el Evangelio”.
Antiguamente los judíos acostumbraban cubrirse de ceniza cuando hacían
algún sacrificio y los ninivitas también usaban la ceniza como signo de su
deseo de conversión de su mala vida a una vida con Dios. En los primeros
siglos de la Iglesia, las personas que querían recibir el Sacramento de la
Reconciliación el Jueves Santo, se ponían ceniza en la cabeza y se presentaban
ante la comunidad vestidos con un "hábito penitencial". Esto
representaba su voluntad de convertirse. En el año 384 d.C., la Cuaresma
adquirió un sentido penitencial para todos los cristianos y desde el siglo XI,
la Iglesia de Roma acostumbra poner las cenizas al iniciar los 40 días de
penitencia y conversión.
Las cenizas que se utilizan se obtienen quemando las
palmas usadas el Domingo de Ramos de año anterior. Esto nos recuerda que lo que
fue signo de gloria pronto se reduce a nada. También, fue usado el período de
Cuaresma para preparar a los que iban a recibir el Bautismo la noche de Pascua,
imitando a Cristo con sus 40 días de ayuno. La imposición de ceniza es una
costumbre que nos recuerda que algún día vamos a morir y que nuestro cuerpo se
va a convertir en polvo. Nos enseña que todo lo material que tengamos aquí se
acaba. En cambio, todo el bien que tengamos en nuestra alma nos lo vamos a
llevar a la eternidad. Al final de nuestra vida, sólo nos llevaremos aquello
que hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos los hombres. Cuando el sacerdote nos pone la ceniza, debemos tener una
actitud de querer mejorar, de querer tener amistad con Dios. La ceniza se le
impone a los niños y a los adultos.
Significado del carnaval al inicio de la Cuaresma
La palabra carnaval significa adiós a la carne y su
origen se remonta a los tiempos antiguos en los que por falta de métodos de
refrigeración adecuados, los cristianos tenían la necesidad de acabar, antes de
que empezara la Cuaresma, con todos los productos que no se podían consumir durante
ese período (no sólo carne, sino también leche, huevo, etc.). Con este
pretexto, en muchas localidades se organizaban el martes anterior al miércoles
de ceniza, fiestas populares llamadas carnavales en los que se consumían todos
los productos que se podrían echar a perder durante la cuaresma. Muy pronto empezó a
degenerar el sentido del carnaval, convirtiéndose en un pretexto para organizar
grandes comilonas y para realizar también todos los actos de los cuales se
"arrepentirían" durante la cuaresma, enmarcados por una serie de
festejos y desfiles en los que se exaltan los placeres de la carne de forma
exagerada, tal como sigue sucediendo en la actualidad en los carnavales de
algunas ciudades, como en Río de Janeiro o Nuevo Orleans.
El ayuno y la abstinencia
El miércoles de ceniza y el viernes santo son días de
ayuno y abstinencia. La abstinencia obliga a partir de los 14 años y el ayuno
de los 18 hasta los 59 años. El ayuno consiste hacer una sola comida fuerte al
día y la abstinencia es no comer carne. Este es un modo de pedirle perdón a
Dios por haberlo ofendido y decirle que queremos cambiar de vida para agradarlo
siempre.
La oración
La oración en este tiempo es importante, ya que nos ayuda
a estar más cerca de Dios para poder cambiar lo que necesitemos cambiar de
nuestro interior. Necesitamos convertirnos, abandonando el pecado que nos aleja
de Dios. Cambiar nuestra forma de vivir para que sea Dios el centro de nuestra
vida. Sólo en la oración encontraremos el amor de Dios y la dulce y amorosa
exigencia de su voluntad. Para que nuestra oración tenga frutos, debemos evitar
lo siguiente: La hipocresía: Jesús no quiere que oremos para que los
demás nos vean llamando la atención con nuestra actitud exterior. Lo que
importa es nuestra actitud interior. La disipación: Esto quiere decir que hay
que evitar las distracciones lo más posible. Preparar nuestra oración, el
tiempo y el lugar donde se va a llevar a cabo para podernos poner en presencia
de Dios. La multitud de palabras: Esto quiere decir que no se trata de hablar
mucho o repetir oraciones de memoria sino de escuchar a Dios. La oración es
conformarnos con Él; nuestros deseos, nuestras intenciones y nuestras
necesidades. Por eso no necesitamos decirle muchas cosas. La sinceridad que
usemos debe salir de lo profundo de nuestro corazón porque a Dios no se le
puede engañar.
El sacrificio
Al hacer sacrificios (cuyo significado es "hacer
sagradas las cosas"), debemos hacerlos con alegría, ya que es por amor a
Dios. Si no lo hacemos así, causaremos lástima y compasión y perderemos la
recompensa de la felicidad eterna. Dios es el que ve nuestro sacrificio desde
el cielo y es el que nos va a recompensar. “Cuando ayunéis no aparezcáis
tristes, como los hipócritas que desfiguran su rostro para que los hombres vean
que ayunan; en verdad os digo, ya recibieron su recompensa. Tú cuando ayunes,
úngete la cabeza y lava tu cara para que no vean los hombres que ayunas, sino
Tu Padre, que está en lo secreto: y tu padre que ve en lo secreto, te
recompensará. “ (Mt 6,6)”
Conclusión
Como vemos, la ceniza no es un rito mágico, no nos quita
nuestros pecados, para ello tenemos el Sacramento de la Reconciliación. Es un
signo de arrepentimiento, de penitencia, pero sobre todo de conversión. Es el
inicio del camino de la Cuaresma, para acompañar a Jesús desde su desierto
hasta el día de su triunfo que es el Domingo de Resurrección. Debe ser un
tiempo de reflexión de nuestra vida, de entender a donde vamos, de analizar
como es nuestro comportamiento con nuestra familia y en general con todos los
seres que nos rodean. En estos momentos al reflexionar sobre nuestra vida,
debemos convertirla de ahora en adelante en un seguimiento a Jesús,
profundizando en su mensaje de amor y acercándonos en esta Cuaresma al
Sacramento de la Reconciliación (también llamado confesión), que como su nombre
mismo nos dice, representa reconciliarnos con Dios y sin reconciliarnos con
Dios y convertirnos internamente, no podremos seguirle adecuadamente. Está
Reconciliación con Dios está integrada por el Arrepentimiento, la Confesión de
nuestros pecados, la Penitencia y finalmente la Conversión. El arrepentimiento
debe ser sincero, reconocer que las faltas que hemos cometido (como decimos en
el Yo Pecador: en pensamiento, palabra, obra y omisión), no las debimos realizar
y que tenemos el firme propósito de no volverlas a cometer. La confesión de
nuestros pecados.- el arrepentimiento de nuestras faltas, por sí mismo no las
borra, sino que necesitamos para ello la gracia de Dios, la cual llega a
nosotros por la absolución de nuestros pecados expresada por el sacerdote en la
confesión. La penitencia que debemos cumplir empieza desde luego por la que nos
imponga el sacerdote en el Sacramento de la Reconciliación, pero debemos
continuar con la oración, que es la comunicación íntima con Dios, con el ayuno,
que además del que manda la Iglesia en determinados días, es la renuncia
voluntaria a diferentes satisfactores con la intención de agradar a Dios y con
la caridad hacia el prójimo. Y finalmente la Conversión que como hemos dicho es
ir hacia delante, es el seguimiento a Jesús. Es un tiempo de pedir perdón a
Dios y a nuestro prójimo, pero es también un tiempo de perdonar a todos los que
de alguna forma nos han ofendido o nos han hecho algún daño. Pero debemos
perdonar antes y sin necesidad de que nadie nos pida perdón, recordemos como
decimos en el Padre Nuestro, muchas veces repitiéndolo sin meditar en su
significado, que debemos pedir perdón a nuestro Padre, pero antes tenemos que
haber perdonado sinceramente a los demás. Y terminemos recorriendo al revés
nuestra frase inicial, diciendo que debemos escuchar y leer el Evangelio,
meditarlo y Creer en él y con ello Convertir nuestra vida, siguiendo las
palabras del Evangelio y evangelizando, es decir transmitiendo su mensaje con
nuestras acciones y nuestras palabras.
Tomado de www.catholic.net
Historia del Carnaval
Para conocer un poco sobre el origen del carnaval...
La
celebración del Carnaval tiene su origen probable en fiestas paganas, como las
que se realizaban en honor a Baco, el Dios del vino, las saturnales y las
lupercales romanas, o las que se realizaban en honor del buey Apis en Egipto.
Según
algunos historiadores, los orígenes de las fiestas de Carnaval se remontan a
las antiguas Sumeria y Egipto, hace más de 5,000 años, con celebraciones
similares en la época del Imperio Romano, desde donde se difundió la costumbre
por Europa, siendo traído a América por los navegantes españoles y portugueses
que nos colonizaron a partir del siglo XV.
El Carnaval
"Cristiano"
La
celebración del Carnaval es una de las fiestas más populares. Se celebra en los
países que tienen tradición cristiana, precediendo a la cuaresma. Por lo
general, en muchos lugares se celebra durante tres días, y se los designa con
el nombre de carnestolendas, y son los tres días anteriores al Miércoles de
Ceniza, que es el día en que comienza la cuaresma en el Calendario Cristiano.
Se supone
que el término carnaval proviene del latín medieval "carnelevarium",
que significaba "quitar la carne" y que se refería a la prohibición
religiosa de consumo de carne durante los cuarenta días que dura la cuaresma.
Hay
países en que se comienza la celebración del carnaval en distintas fechas, como
en algunos lugares de Alemania en que se inicia el 11 del 11 a las 11 horas 11 minutos.
O los hay que lo comienzan no bien termina la Epifanía , el 6 de enero.
En otros lugares es tradicional comenzar el jueves anterior al Miércoles de
Ceniza, y lo denominan Jueves Graso, como sucede en Italia.
En
ciertos países en que el Carnaval está muy arraigado como celebración popular,
y ya alejada de su significado religioso, alargan los festejos a los fines de
semana del mes de febrero y a veces el primer fin de semana de marzo.
El Carnaval en la Edad Media y en los
Tiempos de la Colonia
En la Edad media, tan inflexible en
los ayunos, abstinencias y cuaresmas, y con persecuciones a quienes no
respetaban las normas religiosas, sin embargo, renació el carnaval y se
continuó la tradición hasta la actualidad en muchos lugares del mundo. En esta
época, se celebraba con juegos, banquetes, bailes y diversiones en general, con
mucha comida y mucha bebida, con el objeto de enfrentar la abstinencia con el
cuerpo bien fortalecido y preparado.
En la España de la época de la Conquista y la Colonia ya era costumbre
durante el reinado de los Reyes Católicos disfrazarse en determinados días con
el fin de gastar bromas en los lugares públicos. Más tarde, en 1523, Carlos I
dictó una ley prohibiendo las máscaras y enmascarados. Del mismo modo, Felipe
II también llevó a cabo una prohibición sobre máscaras. Fue Felipe IV, quien
restauró el esplendor de las máscaras.
El Carnaval en los Tiempos
Modernos
Hoy en
día, hay lugares célebres por sus festejos tradicionales y espectaculares, que
atraen al turista y al amante de las costumbres de cada sitio, como lo son el
Carnaval de Río, el de Santa Cruz de Tenerife, el de Oruro en Bolivia, el de Corrientes
y Gualeguaychú en Argentina y el de República Dominicana, con sus distintas
expresiones, desde el Vegano hasta el de Santo Domingo.
Se celebra en los distintos
lugares de formas similares, pues siempre se presencian desfiles de carrozas,
comparsas formadas por grupos de máscaras o bailarines vestidos con un mismo
estilo que caracteriza a cada una de ellas, máscaras representando a distintos
personajes reales o alegóricos, así como bailes de disfraces y diversión con
cotillón, típico de esta fecha.
En algunos lugares se estila
que las máscaras persigan a los paseantes con vejigas que se utilizan para
asustan, dar golpes no demasiado fuertes, o hacer reír; en otros lugares es
típico el uso de serpentinas, papel picado, espuma molesta, y hasta mojar con
agua, en pomos, globos y recipientes.
El antifaz moderno es un
vestigio de las fiestas de Baco y Cibeles.
Tomado de: http://www.carnaval.com.do/historia/carnaval.htm
viernes, 8 de febrero de 2013
Carta del Arzobispo al inicio de la Cuaresma 2013
A los sacerdotes, consagrados y laicos de la Arquidiócesis.
Rasguen su corazón y no sus vestidos;
vuelvan ahora al Señor su Dios,
porque Él es compasivo y clemente,
lento para la ira, rico en misericordia…

La trampa de la impotencia
nos lleva a pensar: ¿Tiene sentido tratar de cambiar todo esto? ¿Podemos hacer
algo frente a esta situación? ¿Vale la pena intentarlo si el mundo sigue su
danza carnavalesca disfrazando todo por un rato? Sin embargo, cuando se cae la
máscara, aparece la verdad y, aunque para muchos suene anacrónico decirlo,
vuelve a aparecer el pecado, que hiere nuestra carne con toda su fuerza
destructora torciendo los destinos del mundo y de la historia.
La Cuaresma se nos presenta
como grito de verdad y de esperanza cierta que nos viene a responder que sí,
que es posible no maquillarnos y dibujar sonrisas de plástico como si nada
pasara. Sí, es posible que todo sea nuevo y distinto porque Dios sigue siendo “rico
en bondad y misericordia, siempre dispuesto a perdonar” y nos anima a
empezar una y otra vez. Hoy nuevamente somos invitados a emprender un camino
pascual hacia la Vida, camino que incluye la cruz y la renuncia; que será
incómodo pero no estéril. Somos invitados a reconocer que algo no va bien en
nosotros mismos, en la sociedad o en la Iglesia, a cambiar, a dar un viraje, a
convertirnos.
En este día, son fuertes y
desafiantes las palabras del profeta Joel: Rasguen el corazón, no los vestidos: conviértanse al Señor su Dios. Son una invitación a todo pueblo, nadie está excluido.
Rasguen el corazón y no los vestidos de una penitencia artificial sin garantías de futuro.
Rasguen el corazón y no los vestidos de un ayuno formal y de cumpli-miento que nos sigue
manteniendo satisfechos.
Rasguen el corazón y no los vestidos de una oración superficial y egoísta que no llega a
las entrañas de la propia vida para dejarla tocar por Dios.
Rasguen los corazones para decir con el salmista: “hemos pecado”. “La
herida del alma es el pecado: ¡Oh pobre herido, reconoce a tu Médico! Muéstrale
las llagas de tus culpas. Y puesto que a Él no se le esconden nuestros secretos
pensamientos, hazle sentir el gemido de tu corazón. Muévele a compasión con tus
lágrimas, con tu insistencia, ¡importúnale! Que oiga tus suspiros, que tu dolor
llegue hasta Él de modo que, al fin, pueda decirte: El Señor ha perdonado tu
pecado.” (San Gregorio Magno) Ésta es la realidad de nuestra condición
humana. Ésta es la verdad que puede acercarnos a la auténtica reconciliación…
con Dios y con los hombres. No se trata de desacreditar la autoestima sino de
penetrar en lo más hondo de nuestro corazón y hacernos cargo del misterio del
sufrimiento y el dolor que nos ata desde hace siglos, miles de años… desde
siempre.
Rasguen los corazones para que por esa hendidura podamos mirarnos de verdad.
Rasguen los corazones, abran
sus corazones, porque sólo en un corazón rasgado y abierto puede entrar el amor
misericordioso del Padre que nos ama y nos sana.
Rasguen los corazones dice el profeta, y
Pablo nos pide casi de rodillas “déjense reconciliar con Dios”. Cambiar el modo
de vivir es el signo y fruto de este corazón desgarrado y reconciliado por un
amor que nos sobrepasa.
Ésta es la invitación,
frente a tantas heridas que nos dañan y que nos pueden llevar a la tentación de
endurecernos: Rasguen los
corazones para experimentar
en la oración silenciosa y serena la suavidad de la ternura de Dios.
Rasguen los corazones para sentir ese eco de tantas vidas desgarradas y que la indiferencia no
nos deje inertes.
Rasguen
los corazones para
poder amar con el amor con que somos amados, consolar con el consuelo que somos
consolados y compartir lo que hemos recibido.
Este tiempo litúrgico que
inicia hoy la Iglesia no es sólo para nosotros, sino también para la
transformación de nuestra familia, de nuestra comunidad, de nuestra Iglesia, de
nuestra Patria, del mundo entero. Son cuarenta días para que nos convirtamos
hacia la santidad misma de Dios; nos convirtamos en colaboradores que recibimos
la gracia y la posibilidad de reconstruir la vida humana para que todo hombre
experimente la salvación que Cristo nos ganó con su muerte y resurrección.
Junto a la oración y a la penitencia,
como signo de nuestra fe en la fuerza de la Pascua que todo lo transforma,
también nos disponemos a iniciar igual que otros años nuestro “Gesto cuaresmal
solidario”. Como Iglesia en Buenos Aires que marcha hacia la Pascua y que cree
que el Reino de Dios es posible necesitamos que, de nuestros corazones
desgarrados por el deseo de conversión y por el amor, brote la gracia y el
gesto eficaz que alivie el dolor de tantos hermanos que caminan junto a
nosotros. «Ningún acto de virtud puede ser grande si de él no se sigue también
provecho para los otros... Así pues, por más que te pases el día en ayunas, por
más que duermas sobre el duro suelo, y comas ceniza, y suspires continuamente,
si no haces bien a otros, no haces nada grande». (San Juan Crisóstomo)
Este año de la fe que transitamos es
también la oportunidad que Dios nos regala para crecer y madurar en el
encuentro con el Señor que se hace visible en el rostro sufriente de tantos
chicos sin futuro, en la manos temblorosas de los ancianos olvidados y en las
rodillas vacilantes de tantas familias que siguen poniéndole el pecho a la vida
sin encontrar quien los sostenga.
Les deseo una santa Cuaresma, penitencial y fecunda
Cuaresma y, por favor, les pido que recen por mí. Que Jesús los bendiga y la
Virgen Santa los cuide.
Paternalmente
Card. Jorge Mario
Bergoglio s.j.
Buenos Aires, 13 de febrero de 2013, Miércoles de
Ceniza
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