Te Deum
25 de Mayo de 2017
Juan 16, 16-23
La liturgia de la Palabra nos ofrece este iluminador texto del Evangelio de San Juan para dar gracias a Dios por pertenecer a una Patria que comienza a transitar su tercer centenario de vida.
¿Por qué comenzamos con la proclamación de un texto bíblico?
La respuesta nos la da San Pablo cuando enseña que «toda la Escritura está inspirada por Dios, y es útil para enseñar y para argüir, para corregir y para educar en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer siempre el bien» (2° Tm 2,16-17). La elección del Evangelio proclamado, nos une a los cristianos de todo el mundo, los que hoy se encuentran con Jesús al escuchar esta misma Palabra. También las personalidades de Mayo y Tucumán encontraron en la Palabra de Dios una fuente de inspiración y fortaleza para sumarse a la causa emancipadora.
Con la misma confianza de nuestros mayores, vayamos a un nuevo encuentro con la persona del Señor, Palabra eterna del Padre Dios, que al encarnarse no hizo alarde de su condición divina, sino que se anonadó, se presentó como un esclavo y compartió con los hombres de su tiempo como uno de tantos (cfr. Flp 2,6-7).
El breve texto de San Juan es parte de un extenso discurso que pronuncia Jesús después que lavó los pies a sus discípulos en la Última Cena –tarea obligada de los esclavos–. Ha comenzado así la «hora» misteriosa de Jesús, la de pasar de este mundo al Padre, no sin padecer antes la muerte y una muerte de cruz; y lo hizo comenzando con un gesto asombroso: se inclinó ante sus discípulos presentándose como quien «no vino a ser servido, sino a servir y dar la vida en rescate por una multitud» (Mc 10,45). Seguidamente, anuncia su pasión diciendo que uno de ellos lo iba a entregar, y entre enseñanzas y advertencias de lo que tendrán que padecer sus seguidores, el Maestro anuncia su vuelta al Padre, al lugar de donde vino. A pesar de que les había prometido que no los dejaría huérfanos y se volvería a encontrar con ellos (cfr. Jn 14,18), en ese momento percibió la confusión y tristeza de sus discípulos; entonces aparece su palabra alentadora y profética: «Ustedes ahora están tristes, pero yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar» (Jn 16, 22).
Jesús ilustra los dos momentos que deberán atravesar sus apóstoles con una sencilla parábola: se trata de una mujer que va a dar a luz y siente miedo y tristeza por los dolores que preanuncian el parto, pero una vez que tiene en su regazo a su bebé, siente un enorme gozo porque ha nacido un nuevo ser, y todo se olvida ante la alegría que contagia la fiesta de la vida. El ejemplo tan humano y nuestro –aunque con ciertos rasgos alegóricos–, está dirigido a sus discípulos durante la Última Cena; sin embargo, tiene validez como enseñanza para los creyentes de todos los tiempos y nos incluye a nosotros.
Este Evangelio, leído en el tiempo pascual, en el cual los cristianos celebramos la victoria de la Vida sobre todas las formas de muerte, adquiere un esperanzador significado para nuestra Nación. Cristo ha resucitado, es el Viviente y el que nos ha dicho: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5). Eso quiere decir que no existe realidad humana y social que no pueda ser redimida, cambiada para bien; y para eso debemos emprender toda acción, como escribe san Ignacio de Loyola: «Actúa como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios» (cfr. Pedro de Ribadeneira, Vida de san Ignacio de Loyola).
A la luz de esta enseñanza, celebremos con sentimientos de gratitud la Patria que heredamos, y al hacer memoria agradecida por el lugar en el mundo que nos ha tocado en suerte, también dejémonos interpelar por la realidad humana que vivimos. Comparto que muchos pueden pensar que no hay motivos para hacer fiesta patria cuando buena parte de nuestro pueblo no se siente invitado, porque no posee igualdad de oportunidades y carece de lo necesario para una vida digna. Las estadísticas veraces son buenas, porque nos advierten dónde estamos parados y nos animan a encarar soluciones; no obstante, los porcentajes invisibilizan el dolor de las familias que sufren la postergación y el desánimo, y eso solo se supera por la cercanía fraterna y cordial de otro argentino. Dolorosamente hemos aprendido en nuestra historia que la inequidad genera violencias. Y si bien las soluciones demandan, en primer lugar, la intervención de las instituciones del Estado, de igual modo, nadie puede sentirse excluido de hacer algo por el prójimo, compartiendo generosamente tiempo, talentos y dineros, como los próceres de la Revolución y la Independencia, que pensaron en nosotros.
Todos podemos ser portadores de la alegría largamente esperada por los que menos tienen en la Argentina si logramos que la solidaridad de muchos triunfe sobre la mezquindad de pocos. Jesús también nos enseñó a enfrentar el pensamiento egoísta y suficiente con la inteligencia humilde del corazón, que prioriza siempre al ser humano (cfr. Mc 2,27) y rechaza que determinadas lógicas obstruyan su libertad para vivir, amar y servir al prójimo .
En el día en que renovamos el deseo de ser una Nación que incluya a todos, me parece oportuno decir que la solución a nuestros desafíos internos –algunos lo llaman deuda social interna–, depende prioritariamente de nosotros, y para eso es conveniente volver a confiar y apostar a las reservas culturales, morales y espirituales de nuestro pueblo, como así también a su capacidad de trabajo e ingenio científico, que unido a la perseverancia en las pruebas, le ha permitido sobreponerse a tantas promesas incumplidas, fracasos y postergaciones. Todos aspiramos a políticas de Estado, que sostengan en el tiempo un desarrollo humano, integral y respetuoso de la Creación, que se espeja maravillosamente en el territorio nacional .
Al final del Evangelio de San Juan que hemos proclamado, Jesús invita a confiar en la oración y a pedir al Padre Dios en su Nombre, con la certeza de que siempre seremos escuchados. Sus promesas no defraudan. Él no sabe de préstanos ni cálculos interesados. Todo lo que viene de Él desborda de abundancia, gratuidad y sin otro interés que nuestro bien, porque «en Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión» .
Nuestra Señora de Luján, engalanada con los colores que nos identifican en el mundo, nos evoca a la Virgen de Nazaret, una joven hebrea que le creyó a Dios y se puso al servicio de su plan de salvación. Ella elevó ese bello cántico de alabanza que rezamos antes del Evangelio. María no fue una mujer remisa, sino que agraciada con la fuerza de lo alto, alabó al Dios justo que «extiende su misericordia de generación en generación…, desplegó la fuerza de su brazo y dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías» (Lc 50-53).
A Ella le decimos: «Virgen Santa, que nos viste nacer y acompañaste nuestra historia con ternura de Madre, aun en los tiempos de la violencia fratricida; ayuda a gobernantes y pueblo, a ser fuertes en la adversidad, superando la confrontación que nos roba la esperanza y a buscar por el fecundo y arduo camino del diálogo, un consenso creativo, tan necesario para que se haga realidad el progreso de nuestra Nación».
[1] Cardenal Jorge Bergoglio, Homilía en el primer Congreso de
Evangelización de la Cultura, Buenos Aires, 3 de noviembre de 2006.
[1] Cfr. Discurso del Papa Francisco en el Tercer Encuentro de Movimientos
Populares, convocados por el Dicasterio: Desarrollo Humano Integral. Roma,
2016.
[1] Papa
Francisco, Misericordiae Vultus, Bula
de Convocación del Jubileo de la Misericordia, n° 8.