“Un escriba que
los oyó discutir, al ver que les había respondido bien, se acercó y le preguntó.
“”¿Cuál es el primero de los mandamientos?”. Jesús respondió: “El primero es:
Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor, y tú amarás al Señor,
tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, con todo tu espíritu y con
todas tus fuerzas. El segundo es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay
otro mandamiento más grande que éstos.” El escriba le dijo. “Muy bien, Maestro,
tienes razón al decir que hay un solo Dios y no hay otro más que El, y que
amarlo con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y
amar al prójimo como a sí mismo, vale más que todos los holocaustos y todos los
sacrificios.”Jesús, al ver que había respondido tan acertadamente, le dijo: “Tú
no estás lejos del Reino de Dios”. Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.”
(Mc. 12: 28-34)
La celebración de mayo de 1810, en
este sexenio del bicentenario de la Patria, nos remite una y otra vez a los fundamentos de nuestro convivir diario familiar y
social y, por tanto, sociopolítico también. Aquellos primeros
movimientos y acuerdos básicos dieron comienzo a un proceso, a un torbellino de
sucesos que generaron la independencia posterior de la Nación en la que hoy
habitamos y en la que queremos ser ciudadanos
protagonistas.
El Evangelio que acabamos de
escuchar nos acerca a una situación de repentina pero profunda comunión de
sentimientos justo en momentos en los que en torno a Jesús comenzaron a darse
muchos desacuerdos en su contra: los del poder de turno, los de los religiosos y
de una parte de la multitud que empieza a distanciarse o serle
indiferente.
Un escriba, por tanto alguien poco
propenso a acordar con el Maestro de Nazareth, se le acerca con curiosidad, más
intelectual e inquisidora, a probar su solidez doctrinal. Pero se lleva una
sorpresa: no sólo se encuentra con un compatriota que conoce la justicia de Dios
sino que además tiene un corazón noble. Se encuentra con alguien que lo invita a
la plenitud: “no estás lejos del Reino de los cielos”. El potencial antagónico
se ve enaltecido al mismo nivel de hermandad por pura invitación y estima de
aquel corazón noble de Jesús el Maestro, quien le ofrece la comunidad del Reino
para su plenitud. Sólo la nobleza de corazón, de un corazón que no puede dejar
de amar, tal como lo anuncia el mandamiento sobre el que dialogan, puede tender
puentes y vínculos. Sólo el amor es
plenamente confiable o, al decir de la Doctora del amor, Santa
Teresita, “es la confianza y sólo la confianza la que deberá conducirnos al
amor”.
Salvando los vaivenes de la historia
y las ambigüedades de los hombres, nuestros padres de Mayo, con sus muchas
diferencias y errores, apostaron a la confianza mutua que es raíz y fruto del
amor. La confianza de poder poner las bases para conducir nuestro propio destino
y todo lo que simbolizamos como Patria y Nación. Y sin enunciados previos, un
verdadero amor social se fue dando en el sacrificio diario de la construcción de
esta Nación. Sangre y trabajo, renuncias y destierros llenan las páginas de
nuestra historia. Aun oponiéndose el odio fratricida y las ambiciones
particulares que traban y atrasan, no hacen sino confirmar que el amor a aquel
proyecto fundante iba llevando a cabo este sueño de ser argentino. Inconcluso o
truncado, herido o debilitado, el sueño está ahí para seguir siendo realizado y
el Evangelio que hoy nos ilumina nos recuerda
el amor fundante.
Un amor que exige “todo tu corazón y
tu alma, tu espíritu y tus fuerzas” porque Jesús sabe, como lo sabían los sabios
de Israel, que quien ama así a Dios no teme hacerlo con los demás, le sale solo
y ligero. Los que aman con todo su ser, aun llenos de debilidades y límites, son
los que vuelan con ligereza, libres de influencias y presiones. Quien no ama de
“corazón y espíritu” se arrastra pesadamente entre sus especulaciones y miedos,
se siente perseguido y amenazado, necesita reforzar su poder sin parar ni medir
las consecuencias.
Jesús no da sólo un mandamiento en
el sentido más común de la palabra sino que proclama la única forma de fundar un vínculo
y una comunidad que sea
humanizadora: el amor gratuito, sin
reclamos, que es consistente por convicciones, que siente y piensa a
los otros como prójimos, es decir como a sí mismo. Es cierto que resulta difícil
encontrar un ser humano que no sienta la necesidad, la carencia o el deseo
dirigido al amor, pero también es verdad que nuestras limitadas condiciones
siempre lo estrechan y repliegan a los propios intereses. El amor que propone
Jesús es gratuito e ilimitado y por ello muchos lo consideran, a El y su
enseñanza, un delirio, una locura y prefieren conformarse con la mediocridad
ambigua… sin críticas ni desafíos. Y esos mismos predicadores de la mediocridad
cultural y social reclaman, cuando sus intereses se ven afectados, actitudes
éticas por parte de los demás y de las autoridades. Pero ¿en qué se puede
fundar una ética sino en el interés que “el otro” y “los otros” me despiertan
desde el amor como convicción y actitud fundamental?, es decir desde esta
“locura” que Jesús propone.
Esta “locura” del mandamiento del
amor que propone el Señor y nos defiende en nuestro ser aleja también las otras
“locuras” tan cotidianas que mienten y dañan y terminan impidiendo la
realización del proyecto de Nación: la del relativismo y la del poder como ideología
única. El relativismo
que, con la excusa del respeto de las diferencias, homogeiniza en la
transgresión y en la demagogia; todo lo permite para no asumir la contrariedad
que exige el coraje maduro de sostener valores y principios. El relativismo es,
curiosamente, absolutista y totalitario, no permite diferir del propio
relativismo, en nada difiere con el “cállese” o “no te
metas”.
El poder como ideología única es otra mentira.
Si los prejuicios ideológicos deforman la mirada sobre el prójimo y la sociedad
según las propias seguridades y miedos, el poder hecho ideología única acentúa
el foco persecutorio y prejuicioso de que “todas las posturas son esquemas de
poder” y “todos buscan dominar sobre los otros”. De esta manera se erosiona la
confianza social que, como señalé, es raíz y fruto del
amor.
Jesús, en cambio, manifestó
el poder del amor como servicio.
Por más que se lo destruya el poder del amor como servicio siempre resucita. Su
fuente está más allá de toda indicación humana; es la paternidad amorosa de
Dios, fuente inalcanzable e incuestionable. El amor procurado por uno al otro
hace que éste no sea manipulado ni malintepretado. Sólo lo superior, el amor de
Dios, afianza el poder de Jesús.
Nosotros somos invitados a
refundarnos en la soberanía del amor simple y profundo, del amor que hoy
escuchamos en el Evangelio, mandamiento que anuda el amor de Cristo y de Dios
Padre en los vínculos y la dignidad de los otros amados como “a nosotros
mismos”. Pero, en cambio, cuando se utiliza el nombre de Dios para someter y
violentar, o a cualquier otra entidad real o ideológica para lo mismo, se cae en
pura idolatría y, cuando lo hacemos, no obramos como El obra con nosotros.
Esta fecha patria es un momento
propicio para detenernos y preguntarnos por “el corazón, el alma, el espíritu y
las fuerzas” de nuestro amor ciudadano y familiar. Ese amor que nos enseña a
vivir bien y ayudar en el crecimiento de los otros, que son como nosotros, que
merecen el amor como nosotros por ser personas y compatriotas. Ningún sistema o
ideología asegura por sí mismo este cuidadoso y justo trabajo político del bien
de los otros, de todos nosotros. Para ello hace falta vivir el amor como don
preciado e invocado, que inspira la ética y el sacrificio, la prudencia y
la decisión.
Entonces , ante este mandamiento que pide todas nuestras
fuerzas, ante este don que ayuda a fundar nuestra conciencia cívica y política
más honda y que, sobre todo, pide un corazón noble, nos hará bien hoy, con
coraje genuino, hacer un examen de conciencia y preguntarnos en concreto sobre
una realidad cotidiana que precisamente es lo contrario al amor, es consecuencia
del desamor: ¿qué nos lleva a ser cómplices,
con nuestra indiferencia, de las manifestaciones de abandono y desprecio hacia
los más débiles de la sociedad?.
Porque en la voracidad insaciable de
poder, consumismo y falsa eterna - juventud, los extremos débiles son descartados como
material desechable de una sociedad que se torna hipócrita, entretenida en
saciar su “vivir como se quiere” (como si eso fuera posible), con el único
criterio de los caprichos adolescentes no resueltos. Parecería que el bien
público y común poco importa mientras sintamos el “ego” satisfecho. Nos
escandalizamos cuando los medios muestran ciertas realidades sociales… pero
luego volvemos al caparazón y nada nos mueve hacia esa consecuencia política que
está llamada a ser la más alta expresión de la caridad. Los extremos débiles son descartados: los niños y los
ancianos.
A
veces se me ocurre que, con los niños y los jóvenes, somos como adultos
abandónicos que prescindimos de los pequeños porque nos enrostran nuestra
amargura y vejez no aceptada. Los abandonamos al arbitrio de la calle, al
“sálvese quien pueda” de los lugares de diversión o al anonimato pasivo y frío
de las tecnologías. Dejamos todo a su cuidado y los imitamos porque no queremos
aceptar nuestro lugar de adultos, no entendemos que la exigencia del mandamiento
del amor es cuidar, poner límites y abrir horizontes, dar testimonio con la
propia vida. Y, como siempre, los más pobres encarnan lo más trágico del
filicidio social: violencia y desprotección, tráfico, abusos y explotación de
menores.
Y
también los ancianos son
abandonados, y no sólo en la precariedad material. Son abandonados en
la egoísta incapacidad de aceptar sus limitaciones que reflejan las nuestras, en
los numerosos escollos que hoy deben superar para sobrevivir en una civilización
que no los deja participar, opinar ni ser referentes según el modelo consumista
de “sólo la juventud es aprovechable y puede gozar”. Esos ancianos que deberían
ser, para la sociedad toda, la reserva sapiencial de nuestro pueblo.
¡Con qué facilidad, cuando no hay
amor, se adormece la conciencia! Tal adormecimiento señala cierta narcosis del espíritu y de la vida. Entregamos nuestras vidas y, mucho peor, las de nuestros niños
y jóvenes, a las soluciones mágicas y destructivas de las drogas (legales e
ilegales), del juego legalizado, de la medicación fácil, de la banalización
hueca del espectáculo, del cuidado fetichista del cuerpo. Las encapsulamos en el
encierro narcisista y consumista. Y, a nuestros ancianos, que para este
narcisismo y consumismo son material descartable, los tiramos al volquete
existencial. Y así, la falta de amor instaura la “cultura del volquete”. Lo que
no sirve, se tira.
Esta exclusión, verdadera anestesia
social, se refuerza, por una parte, con las representaciones identitarias del
discurso mediático de denigración de todo lo que no responda a la ideología de
la moda y, por otra parte, con la confusa difusión del modelo del “vínculo
líquido” sin compromiso como nuevo núcleo familiar, para que siga produciendo
sujetos que traen al mundo hijos que continúen sintiendo la desorientación de
adultos que no saben amar. Abandonan y desamparan reproduciendo así,
trágicamente en su descendencia, sus propios vacíos interiores. No nos debe
extrañar, entonces, que se expanda la violencia contra los niños e indefensos,
debe más bien alarmarnos nuestra capacidad de mirar hacia otro lado y de
hacernos los distraídos, nuestra cobardía.
El vacío de
amor, su vulgarización y bastardeo
permanente, aun desde algunos discursos pseudoreligiosos, no sólo nos
deshumaniza sino que, por ende, nos despolitiza. El amor, en cambio, impulsa al cuidado de
lo común y sobre todo del Bien común que potencia y beneficia los bienes
particulares. Una política sin mística para los demás, sin pasión por el bien,
termina siendo un racionalismo de la negociación o un devorarlo todo para
permanecer por el solo goce del poder. Aquí no hay ética posible simplemente
porque el otro no despierta interés.
Contemplar la forma en que Jesús
vivió y transmitió su mandamiento del amor me inspira una reflexión: daría la
impresión de que resulta débil para las pretensiones de potencialidad sin
límites del hombre de hoy, quien parece mostrar una sed de poder que huye de
toda sensación de debilidad. No soportamos vernos débiles. El diálogo y la búsqueda de
las verdades que nos llevan a construir un proyecto común implican escucha,
renuncias, reconocimiento de los errores, aceptación de los fracasos y
equivocaciones… implican aceptar debilidad. Pero da la impresión de que siempre
caemos en lo contrario: los errores son cometidos por “otros” y seguramente en
“otro lado”. Crímenes, tragedias, pesadas deudas que debemos pagar por hechos de
corrupción…pero, “nadie fue”. Nadie se hace cargo de lo que hay que hacer y de
lo hecho. Parecería un juego inconsciente: “nadie fue” es, en definitiva, una
verdad y quizás hemos logrado ser y sentirnos
“nadie”.
Y
respecto del poder: el ejercicio de buscar poder acumulativo como adrenalina es
sensación de plenitud artificial hoy y autodestrucción mañana. El verdadero poder es el amor; el que
potencia a los demás, el que despierta iniciativas, el que ninguna cadena puede
frenar porque hasta en la cruz o en el lecho de muerte se puede amar. No
necesita belleza juvenil, ni reconocimiento o aprobación, ni dinero o prestigio.
Simplemente brota… y es imparable; y si lo calumnian o destruyen más
reconocimiento incuestionable adquiere. El Jesús débil e insignificante a los
ojos de los politólogos y poderosos de la tierra revolucionó el mundo.
El mandamiento del amor apunta a que
sintamos el llamado a trabajar nuestra capacidad de amar. No es, sin más, un
impulso puro de la naturaleza, sino un don que, desde nuestro natural y desde la
iniciativa de Dios, nos consolida como personas si le damos cabida y cultivo. En
cambio, sin amor el alma se marchita y endurece, se vuelve fácilmente cruel. No
por nada nuestros antiguos tomaron el término castizo de “desalmado” para quien
no tiene compasión ni consideración al otro. El amor inspira la nobleza en el
escriba y en Jesús a pesar de pensar distinto. Y “nobleza obliga”. Jesús abre la
puerta a construir el Reino; la confianza mutua, basada en la confianza en lo
superior, nos facilita no sólo la convivencia sino el construir común de una
comunidad nacional que nos beneficie.
El amor hoy nos invita a proceder
sin cortoplacismos, ocupándonos de las generaciones que vienen y no
entregándolas a tendencias facilistas. Nos invita a proceder sin relativismos
inmaduros, displicentes y cobardes. Nos invita a proceder sin narcotizarnos
frente a la realidad y sin psicología de avestruz escondiendo la cabeza ante
fracasos y errores. El amor nos invita a
aceptar que, en la misma debilidad, está toda la potencialidad de
reconstruirnos, reconciliarnos y crecer.
Lejos de ser un sentimentalismo
común, y una mera impulsividad, el amor es
una tarea fundamental, sublime e irreemplazable que hoy se torna una
necesidad para ser propuesta a una sociedad deshumanizada. Lo ha señalado en dos
de sus Encíclicas el Papa Benedicto XVI quien nos recuerda que todo el ascenso
de la maravillosa fuerza vitalizadora del amor de deseo del hombre no se
completa ni ennoblece ni encuentra su real sentido último sin el Amor como Don
que proviene de Dios. Sólo así viviremos nuestros esfuerzos, logros y fracasos
con un sentido sólido y refundante, aunque sean mezclados y conflictivos como
los de mayo de 1810. Ya conocemos hacia donde nos llevan las pretensiones
voraces de poder, la imposición de lo propio como absoluto y la denostación del
que opina diferente: al adormecimiento de las conciencias y al abandono. Sólo la
mística simple del mandamiento del amor, constante, humilde y sin pretensiones
de vanidad pero con firmeza en sus convicciones y en su entrega a los demás
podrá salvarnos.
María de Luján, modelo de amor, de
amor silencioso y paciente, no dejará de acompañarnos y bendecirnos al pie de
nuestra cruz y en la luz de la esperanza.
Buenos Aires, 25 de mayo de
2012
Card. Jorge Mario Bergoglio
s.j.
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