Homilía en la Celebración Penitencial
unida a la celebración eucarística
con motivo de la profanación del Templo
de San Ignacio
Esta tarde nos alberga este antiguo y bello templo de
San Ignacio de Loyola, por cierto el más antiguo, diseñado y construido en el
siglo XVIII. En este espacio consagrado, vibran voces y pasos de generaciones
de argentinos y se guarda buena parte de la memoria de nuestra historia. Sus
muros e imágenes son testigos silenciosos de gestas patrióticas, como aquella
gloriosa resistencia al invasor inglés en 1807. Aquí se celebraron las sentidas
Exequias por los caídos en la defensa de Buenos Aires y la Acción de gracias a
Dios por habernos librado de la mano del enemigo. En este mismo lugar,
sesionaron agitados cabildos abiertos y no le fueron ajenos los sucesos de Mayo
que gestaron nuestra Nación.
Los artísticos retablos de este solar contienen
numerosos santos, modelos del ideal de santidad en la vida bimilenaria de la Iglesia. Ellos
fueron, mientras peregrinaron en esta vida, los hombres y mujeres de fe, que
amaron a Dios y al prójimo; sus vidas son guías en el camino interior y ejemplo
de seguimiento incondicional del Evangelio. Hoy son nuestros amigos del cielo,
a quienes los católicos recurrimos en nuestras necesidades espirituales y
materiales. Entre tantas imágenes se encuentra la más antigua de la ciudad, Nuestra Señora
de las Nieves, Patrona secundaria de los porteños que la reconocemos como Madre.
El silencio y esta variada iconografía −que nos recuerda la cercanía de la
comunión de los santos−, ofrecen el clima deseado para el recogimiento
interior, y es un remanso espiritual en lo que hoy vive el agitado microcentro
de nuestra ciudad.
Pero, como Uds. saben, no nos ha convocado la
conmemoración del pasado, ni tampoco la belleza de este templo, ni siquiera sus
vínculos a la historia patria o el valioso patrimonio edilicio, sino el triste
y deshonroso hecho de su profanación. Los que la perpetraron, a su paso, dejaron
las huellas de la vieja gramática de la intolerancia, una muestra de
incapacidad para aceptar las diferencias, y pienso también, de desconocimiento
cultural y religioso, porque así los eximimos de mayores responsabilidades.
Profanar significa en sentido amplio, hacer uso indigno de cosas respetables
para otros; faltarle el debido respeto por lo que significa para mi prójimo, en
especial, por sus creencias. En nuestro caso, profanar un espacio consagrado al
culto católico, a las realidades espirituales, es una grave ofensa a Dios y a
los que creemos en Él. Las injurias que se cometen en un templo, afectan y
hieren en cierta manera a toda la comunidad de los creyentes en Cristo, de
quienes el edificio sagrado es signo e imagen.
Quienes lo cometieron tuvieron un particular
ensañamiento con el altar, lugar del sacrificio eucarístico, la Santa Misa. Para
nosotros, el altar es el lugar donde celebramos los sagrados misterios, el
memorial del Señor resucitado, donde Jesús se ofrece a sí mismo por amor a los
hombres, y es por eso que entre tantos nombres que recibe este rito, lo
llamamos el “sacramento del amor”: en él, los cristianos renovamos nuestro
pobre amor humano y tomamos de cada eucaristía lo que necesitamos para seguir
caminando. Advirtamos que el daño material es insignificante, comparado al
espiritual; cuánto más, si pensamos en tantas personas que se reúnen en torno a
este altar para recibir la vida de Dios y renovar así la fe y esperanza.
El nombre propio de este misterio es la Comunión,
porque al celebrarla fieles tan diferentes, sin embargo, se salvan esas
diferencias para constituir una sola Iglesia, unida por el amor de Cristo que
la alimenta con su Cuerpo y su Sangre, presentes bajo los signos sacramentales
que consuelan y fortalecen. En este santo rito, celebrado con los humildes
dones del pan y el vino, hay un misterioso intercambio: la Iglesia hace la
eucaristía y la eucaristía hace la Iglesia. Los cristianos no podemos vivir sin
ella.
Ahora estoy en el altar de la Palabra, la que hemos
proclamado entre cánticos y aleluyas. Los cristianos creemos que es Dios mismo
el que habla y se dirige al corazón del hombre, y cuando la hacemos nuestra no
vuelve a él estéril, sino que da muchos frutos. El libro de Nehemías conduce al
pueblo de Israel que vuelve del exilio persa y encuentra la ciudad de sus
padres desbastada, entre ruinas. Las lágrimas, el desánimo y la tristeza se
convirtieron en alegría cuando el sacerdote leyó el «Libro de la Ley de Dios» y
les interpretó las Escrituras. El pasaje bíblico tiene la virtud de iluminar a
los oyentes de todos los tiempos y parece dedicado a nuestra asamblea cuando se
nos dice: No estén tristes, porque la alegría en el Señor es la fortaleza de
ustedes. Muchas veces, al concluir la Misa, despedimos a los fieles con esta
sentencia, porque estamos convencidos de que la Ley del Señor alegra el
corazón del hombre, reconforta el alma, es sabiduría del humilde y sus
preceptos son rectos e iluminan los ojos, como enseña el salmo 18.
El Evangelio de San Lucas nos vuelve a sorprender con
el envío de un numeroso grupo de discípulos. El Señor los envía como ovejas
en medio de lobos y el contenido del anuncio gira en torno a dos palabras:
Paz y Reino. Los discípulos saben que son enviados a un mundo hostil, pero de
ningún modo podrán justificarse si hablan o actúan con el mismo método de la agresividad. Como
en otras de sus enseñanzas, hay un claro mandato a renunciar al recurso de la
violencia, porque el Evangelio que se ha de anunciar no necesita más que la
fuerza de su misma verdad y el poder de Dios que lo acompaña. El no llevar nada
para el camino
está en relación con la confianza que hay que poner en quien los envía, pues la
eficacia de la paz que debe anunciar no depende del que la pronuncia, sino de
Él, que es el que envía. La paz que viene de Cristo, no es la que da el mundo
(San Juan), es el cumplimiento pleno de los bienes prometidos por Dios. El
mismo Señor elogia a los que reciben su Paz y viven conforme a ella: Felices
los que trabajan por la paz porque serán llamados hijos de Dios (Mt 5,9).
Con este lenguaje de paz, los discípulos son enviados a anunciar que el
Reino de Dios está cerca de Ustedes. «Cristo, en cuanto evangelizador,
anuncia ante todo un reino, el reino de Dios, tan importante que, en relación a
él, todo se convierte en "lo demás", que es dado por añadidura (Mt
6,33). Solamente el reino es pues absoluto y todo el resto es relativo.» (EN 8)
Estos textos me hicieron reflexionar sobre este
momento. No perdamos el don de la paz que le da a la Iglesia serenidad y perseverancia,
y tomemos las adversidades del camino como signos de que el Reino está en
gestación. Mientras tanto, nuestra misión es anunciarlo y construirlo entre
nosotros con la persuasiva verdad del Evangelio. La misión que inició Jesús con
el envío de los discípulos está abierta y nos toca continuarla con alegría y
esperanza.
En esta semana, alguien me preguntó qué haría yo si me
encontrase con los jóvenes que cometieron lo que hoy estamos reparando con este
acto penitencial. Lo digo con toda libertad: me encantaría encontrarme con
ellos; amicalmente, por cierto –dejaría el báculo, para que no crean que voy
con un palo…-. Si fuera posible, dejar el túnel de las ideologías y, respetando
la diversidad de ideas, me gustaría trazar un puente que nos una y practicar
con ellos el antiguo arte del diálogo humano. Sentarnos, mirarnos a la cara,
escucharnos y matear si las circunstancias lo permiten: es muy probable que
podamos aprender unos de otros. Por mi parte, les hablaría de Jesús y sus ganas
de encontrarse con ellos. Quizás no sepan que la Iglesia no tiene luz propia,
su luz le viene de Cristo que es Luz del mundo; y esa luminosidad, la comparte
con cada bautizado, para que, donde nos encontremos, hagamos brillar el
Evangelio de la Vida. No
sé, además, si sabrán que la Iglesia arde de deseos por anunciar el Reino y su
justicia, renovando sus métodos y estilo pastoral para realizarlo. Si bien es
cierto que no se pasa gratuitamente el límite que marca la razonable convivencia
humana, −no sin dejar huellas de violencia y ahondar las diferencias hasta el
desencuentro más cruel−, sin embargo, mirando hacia el futuro e imaginando
mejores espacios de convivencia entre los argentinos, sobre todo entre los jóvenes, les propondría apostar a la cultura
del encuentro, como nos invita el Papa Francisco, que movido con la audacia
que da el Espíritu, hoy nos invita a ser creativos y a no claudicar en la
construcción de un mundo más fraterno.
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