A LOS SACERDOTES, CONSAGRADOS, CONSAGRADAS y FIELES LAICOS de la ARQUIDIÓCESIS
Queridos hermanos:
Entre las experiencias más fuertes de las últimas décadas está la de
encontrar puertas cerradas. La creciente inseguridad fue llevando, poco a poco,
a trabar puertas, poner medios de vigilancia, cámaras de seguridad, desconfiar
del extraño que llama a nuestra puerta. Sin embargo, todavía en algunos pueblos
hay puertas que están abiertas. La puerta cerrada es todo un símbolo de este
hoy. Es algo más que un simple dato sociológico; es una realidad existencial
que va marcando un estilo de vida, un modo de pararse frente a la realidad,
frente a los otros, frente al futuro. La puerta cerrada de mi casa, que es el
lugar de mi intimidad, de mis sueños, mis esperanzas y sufrimientos así como de
mis alegrías, está cerrada para los otros. Y no se trata sólo de mi casa
material, es también el recinto de mi vida, mi corazón. Son cada vez menos los
que pueden atravesar ese umbral. La seguridad de unas puertas blindadas custodia
la inseguridad de una vida que se hace más frágil y menos permeable a las
riquezas de la vida y del amor de los demás.
La imagen de una puerta abierta ha sido siempre el símbolo de luz,
amistad, alegría, libertad, confianza. ¡Cuánto necesitamos recuperarlas! La
puerta cerrada nos daña, nos anquilosa, nos separa.
Iniciamos el Año de la fe y paradójicamente la imagen que propone el
Papa es la de la puerta, una puerta que hay que cruzar para poder encontrar lo
que tanto nos falta. La Iglesia, a través de la voz y el corazón de Pastor de
Benedicto XVI, nos invita a cruzar el umbral, a dar un paso de decisión interna
y libre: animarnos a entrar a una nueva vida.
La puerta de la fe nos remite a los Hechos de los Apóstoles: “Al
llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio
de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe” (Hechos 14,27).
Dios siempre toma la iniciativa y no quiere que nadie quede excluido. Dios
llama a la puerta de nuestros corazones: Mira, estoy a la puerta y llamo, si
alguno escucha mi voz y abre la puerta entraré en su casa y cenaré con él, y él
conmigo (Ap. 3, 20). La fe es una gracia, un regalo de Dios. “La fe sólo crece y
se fortalece creyendo; en un abandono continuo en las manos de un amor que se
experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios”
Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida
mientras avanzamos delante de tantas puertas que hoy en día se nos
abren, muchas de ellas puertas falsas,
puertas que invitan de manera muy atractiva pero mentirosa a tomar camino, que
prometen una felicidad vacía, narcisista y con fecha de vencimiento; puertas que
nos llevan a encrucijadas en las que, cualquiera sea la opción que sigamos,
provocarán a corto o largo plazo angustia y desconcierto, puertas
autorreferenciales que se agotan en sí mismas y sin garantía de futuro. Mientras
las puertas de las casas están cerradas, las puertas de los shoppings están
siempre abiertas. Se atraviesa la puerta de la fe, se cruza ese umbral, cuando
la Palabra de Dios es anunciada y el corazón se deja plasmar por la gracia que
transforma. Una gracia que lleva un nombre concreto, y ese nombre es Jesús.
Jesús es la puerta. (Juan 10:9) “Él, y Él solo, es, y siempre
será, la puerta.
Nadie va al Padre sino por Él. (Jn. 14.6)” Si no hay Cristo, no hay camino a
Dios. Como puerta nos abre el
camino a Dios y como Buen
Pastor es
el Único que cuida de nosotros al costo de su propia
vida.
Jesús es la puerta y llama a nuestra puerta para
que lo dejemos atravesar el umbral de nuestra vida. No
tengan miedo… abran de par en par las puertas a Cristo
nos
decía el Beato Juan Pablo
II al inicio de su pontificado. Abrir
las puertas del corazón como lo hicieron los discípulos de Emaús, pidiéndole que
se quede
con nosotros para que podamos traspasar las puertas de la fe
y el mismo Señor
nos lleve a comprender las razones por las
que se cree, para después salir a anunciarlo.
La fe supone decidirse a estar
con el Señor para vivir con él y compartirlo con los
hermanos.
Damos gracias a Dios por esta oportunidad de valorar nuestra vida de
hijos de Dios, por este camino de fe que empezó en
nuestra vida con las aguas del bautismo, el inagotable y fecundo rocío que nos
hace hijos de Dios y miembros hermanos en la Iglesia. La meta, el destino o
fin es el encuentro con Dios con quien ya hemos entrado en
comunión y que quiere restaurarnos,
purificarnos, elevarnos, santificarnos, y darnos la felicidad que anhela nuestro
corazón.
Queremos dar gracias a Dios porque sembró en el corazón de nuestra
Iglesia Arquidiocesana el deseo de contagiar y dar a manos abiertas este don del
Bautismo. Este es el fruto de un largo camino iniciado con la pregunta ¿Cómo ser
Iglesia en Buenos Aires? transitado por el camino del Estado de Asamblea para
enraizarse en el Estado de Misión como opción pastoral
permanente.
Iniciar este año de la fe es una nueva llamada a ahondar en nuestra
vida esa fe recibida. Profesar la fe con la boca
implica vivirla en el corazón y mostrarla con las obras: un testimonio y un
compromiso público. El discípulo de Cristo, hijo de la Iglesia, no puede pensar
nunca que creer es un hecho privado. Desafío
importante y fuerte para cada día, persuadidos de que el que comenzó en ustedes
la buena obra la perfeccionará hasta el día, de Jesucristo. (Fil.1:6) Mirando
nuestra realidad, como discípulos
misioneros, nos preguntamos: ¿a qué nos desafía cruzar el umbral de la
fe?
Cruzar el umbral de la fe nos
desafía a descubrir que si bien hoy parece que reina la muerte en sus variadas
formas y que la historia se rige por la ley del más fuerte o astuto y si el odio
y la ambición funcionan como motores de tantas luchas humanas, también estamos
absolutamente convencidos de que esa triste realidad puede cambiar y debe
cambiar, decididamente porque “si Dios está
con nosotros ¿quién podrá contra nosotros? (Rom.
8:31,37)
Cruzar el umbral de la fe supone
no sentir vergüenza de tener
un corazón de niño que, porque todavía cree en los imposibles, puede vivir en la
esperanza: lo único capaz de dar sentido y transformar la historia. Es pedir sin cesar,
orar sin desfallecer y adorar para que se nos transfigure la
mirada.
Cruzar el umbral de la fe nos
lleva a implorar para cada uno “los mismos sentimientos de Cristo Jesús”
(Flp. 2, 5) experimentando así una manera nueva de pensar, de comunicarnos, de
mirarnos, de respetarnos, de estar en familia, de plantearnos el futuro, de
vivir el amor, y la vocación.
Cruzar el umbral de la fe es
actuar, confiar en la fuerza del Espíritu Santo presente en la Iglesia y que
también se manifiesta en los signos de los tiempos, es acompañar el constante
movimiento de la vida y de la historia sin caer en el derrotismo paralizante de
que todo tiempo pasado fue mejor; es urgencia por pensar de nuevo, aportar de
nuevo, crear de nuevo, amasando la vida con “la nueva levadura de la justicia y
la santidad”. (1 Cor 5:8)
Cruzar el umbral de la fe implica tener ojos de asombro y un corazón no perezosamente
acostumbrado, capaz de reconocer que cada vez que una mujer da a luz se sigue
apostando a la vida y al futuro, que cuando cuidamos la inocencia de los chicos
garantizamos la verdad de un mañana y cuando mimamos la vida entregada de un
anciano hacemos un acto de justicia y acariciamos nuestras
raíces.
Cruzar el umbral de la fe es el
trabajo vivido con dignidad y vocación de servicio, con la abnegación del que
vuelve una y otra vez a empezar sin aflojarle a la vida, como si todo lo ya
hecho fuera sólo un paso en el
camino hacia el reino, plenitud de vida. Es la silenciosa
espera después de la siembra cotidiana, contemplar el fruto recogido dando
gracias al Señor porque es bueno y pidiendo que no abandone la obra de sus
manos. (Sal 137)
Cruzar el umbral de la fe
exige luchar por la libertad y
la convivencia aunque el entorno claudique, en la certeza de que el Señor nos
pide practicar el
derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con nuestro Dios.
( Miqueas 6:8)
Cruzar el umbral de la fe
entraña la permanente conversión de
nuestras actitudes, los modos y los tonos con los que vivimos; reformular y no
emparchar o barnizar, dar la nueva forma que imprime Jesucristo a aquello que es
tocado por su mano y su evangelio de vida, animarnos a hacer algo inédito por la
sociedad y por la Iglesia; porque “El que está en Cristo es una nueva criatura”.
(2 Cor
5,17-21)
Cruzar el umbral de la fe nos lleva
a perdonar y saber arrancar una sonrisa, es acercarse a todo aquel
que vive en la periferia existencial y llamarlo por su nombre, es cuidar las
fragilidades de los más débiles y sostener sus rodillas vacilantes con la
certeza de que lo que hacemos por el más pequeño de nuestros hermanos al mismo
Jesús lo estamos haciendo. (Mt. 25, 40)
Cruzar el umbral de la fe supone celebrar la vida,
dejarnos transformar porque nos hemos hecho uno con Jesús en la mesa de la
eucaristía celebrada en comunidad, y de allí estar con las manos y el corazón
ocupados trabajando en el gran proyecto del Reino: todo lo demás nos será dado
por añadidura. (Mt. 6.33)
Cruzar el umbral de la fe es
vivir en el espíritu del Concilio y de Aparecida, Iglesia de puertas abiertas no
sólo para recibir sino fundamentalmente para salir y llenar de evangelio la
calle y la vida de los hombres de nuestros tiempo.
Cruzar el umbral de la fe para
nuestra Iglesia Arquidiocesana, supone sentirnos confirmados en la Misión de
ser una Iglesia que vive, reza y trabaja en clave
misionera.
Cruzar el umbral de la fe es, en
definitiva, aceptar la novedad de la vida del Resucitado en nuestra pobre carne
para hacerla signo de la vida nueva.
Meditando todas estas cosas miremos a María, Que Ella,
la Virgen
Madre , nos acompañe en este cruzar el umbral de la fe y traiga
sobre nuestra Iglesia en Buenos Aires el Espíritu Santo,
como en Nazaret, para que igual que ella adoremos al Señor y salgamos a anunciar
las maravillas que ha hecho en nosotros.
Fiesta de Santa Teresita del Niño Jesús
Card. Jorge Mario Bergoglio
s.j.
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