A los sacerdotes, consagrados y laicos de la Arquidiócesis.
Rasguen su corazón y no sus vestidos;
vuelvan ahora al Señor su Dios,
porque Él es compasivo y clemente,
lento para la ira, rico en misericordia…
Poco a poco nos
acostumbramos a oír y a ver, a través de los medios de comunicación, la crónica
negra de la sociedad contemporánea, presentada casi con un perverso regocijo, y
también nos acostumbramos a tocarla y a sentirla a nuestro alrededor y en
nuestra propia carne. El drama está en la calle, en el barrio, en nuestra casa
y, por qué no, en nuestro corazón. Convivimos con la violencia que mata, que
destruye familias, aviva guerras y conflictos en tantos países del mundo.
Convivimos con la envidia, el odio, la calumnia, la mundanidad en nuestro
corazón. El sufrimiento de inocentes y pacíficos no deja de abofetearnos; el
desprecio a los derechos de las personas y de los pueblos más frágiles no nos
son tan lejanos; el imperio del dinero con sus demoníacos efectos como la
droga, la corrupción, la trata de personas - incluso de niños - junto con la
miseria material y moral son moneda corriente. La destrucción del trabajo
digno, las emigraciones dolorosas y la falta de futuro se unen también a esta
sinfonía. Nuestros errores y pecados como Iglesia tampoco quedan fuera de este
gran panorama. Los egoísmos más personales justificados, y no por ello más
pequeños, la falta de valores éticos dentro de una sociedad que hace metástasis
en las familias, en la convivencia de los barrios, pueblos y ciudades, nos
hablan de nuestra limitación, de nuestra debilidad y de nuestra incapacidad
para poder transformar esta lista innumerable de realidades destructoras.
La trampa de la impotencia
nos lleva a pensar: ¿Tiene sentido tratar de cambiar todo esto? ¿Podemos hacer
algo frente a esta situación? ¿Vale la pena intentarlo si el mundo sigue su
danza carnavalesca disfrazando todo por un rato? Sin embargo, cuando se cae la
máscara, aparece la verdad y, aunque para muchos suene anacrónico decirlo,
vuelve a aparecer el pecado, que hiere nuestra carne con toda su fuerza
destructora torciendo los destinos del mundo y de la historia.
La Cuaresma se nos presenta
como grito de verdad y de esperanza cierta que nos viene a responder que sí,
que es posible no maquillarnos y dibujar sonrisas de plástico como si nada
pasara. Sí, es posible que todo sea nuevo y distinto porque Dios sigue siendo “rico
en bondad y misericordia, siempre dispuesto a perdonar” y nos anima a
empezar una y otra vez. Hoy nuevamente somos invitados a emprender un camino
pascual hacia la Vida, camino que incluye la cruz y la renuncia; que será
incómodo pero no estéril. Somos invitados a reconocer que algo no va bien en
nosotros mismos, en la sociedad o en la Iglesia, a cambiar, a dar un viraje, a
convertirnos.
En este día, son fuertes y
desafiantes las palabras del profeta Joel: Rasguen el corazón, no los vestidos: conviértanse al Señor su Dios. Son una invitación a todo pueblo, nadie está excluido.
Rasguen el corazón y no los vestidos de una penitencia artificial sin garantías de futuro.
Rasguen el corazón y no los vestidos de un ayuno formal y de cumpli-miento que nos sigue
manteniendo satisfechos.
Rasguen el corazón y no los vestidos de una oración superficial y egoísta que no llega a
las entrañas de la propia vida para dejarla tocar por Dios.
Rasguen los corazones para decir con el salmista: “hemos pecado”. “La
herida del alma es el pecado: ¡Oh pobre herido, reconoce a tu Médico! Muéstrale
las llagas de tus culpas. Y puesto que a Él no se le esconden nuestros secretos
pensamientos, hazle sentir el gemido de tu corazón. Muévele a compasión con tus
lágrimas, con tu insistencia, ¡importúnale! Que oiga tus suspiros, que tu dolor
llegue hasta Él de modo que, al fin, pueda decirte: El Señor ha perdonado tu
pecado.” (San Gregorio Magno) Ésta es la realidad de nuestra condición
humana. Ésta es la verdad que puede acercarnos a la auténtica reconciliación…
con Dios y con los hombres. No se trata de desacreditar la autoestima sino de
penetrar en lo más hondo de nuestro corazón y hacernos cargo del misterio del
sufrimiento y el dolor que nos ata desde hace siglos, miles de años… desde
siempre.
Rasguen los corazones para que por esa hendidura podamos mirarnos de verdad.
Rasguen los corazones, abran
sus corazones, porque sólo en un corazón rasgado y abierto puede entrar el amor
misericordioso del Padre que nos ama y nos sana.
Rasguen los corazones dice el profeta, y
Pablo nos pide casi de rodillas “déjense reconciliar con Dios”. Cambiar el modo
de vivir es el signo y fruto de este corazón desgarrado y reconciliado por un
amor que nos sobrepasa.
Ésta es la invitación,
frente a tantas heridas que nos dañan y que nos pueden llevar a la tentación de
endurecernos: Rasguen los
corazones para experimentar
en la oración silenciosa y serena la suavidad de la ternura de Dios.
Rasguen los corazones para sentir ese eco de tantas vidas desgarradas y que la indiferencia no
nos deje inertes.
Rasguen
los corazones para
poder amar con el amor con que somos amados, consolar con el consuelo que somos
consolados y compartir lo que hemos recibido.
Este tiempo litúrgico que
inicia hoy la Iglesia no es sólo para nosotros, sino también para la
transformación de nuestra familia, de nuestra comunidad, de nuestra Iglesia, de
nuestra Patria, del mundo entero. Son cuarenta días para que nos convirtamos
hacia la santidad misma de Dios; nos convirtamos en colaboradores que recibimos
la gracia y la posibilidad de reconstruir la vida humana para que todo hombre
experimente la salvación que Cristo nos ganó con su muerte y resurrección.
Junto a la oración y a la penitencia,
como signo de nuestra fe en la fuerza de la Pascua que todo lo transforma,
también nos disponemos a iniciar igual que otros años nuestro “Gesto cuaresmal
solidario”. Como Iglesia en Buenos Aires que marcha hacia la Pascua y que cree
que el Reino de Dios es posible necesitamos que, de nuestros corazones
desgarrados por el deseo de conversión y por el amor, brote la gracia y el
gesto eficaz que alivie el dolor de tantos hermanos que caminan junto a
nosotros. «Ningún acto de virtud puede ser grande si de él no se sigue también
provecho para los otros... Así pues, por más que te pases el día en ayunas, por
más que duermas sobre el duro suelo, y comas ceniza, y suspires continuamente,
si no haces bien a otros, no haces nada grande». (San Juan Crisóstomo)
Este año de la fe que transitamos es
también la oportunidad que Dios nos regala para crecer y madurar en el
encuentro con el Señor que se hace visible en el rostro sufriente de tantos
chicos sin futuro, en la manos temblorosas de los ancianos olvidados y en las
rodillas vacilantes de tantas familias que siguen poniéndole el pecho a la vida
sin encontrar quien los sostenga.
Les deseo una santa Cuaresma, penitencial y fecunda
Cuaresma y, por favor, les pido que recen por mí. Que Jesús los bendiga y la
Virgen Santa los cuide.
Paternalmente
Card. Jorge Mario
Bergoglio s.j.
Buenos Aires, 13 de febrero de 2013, Miércoles de
Ceniza
gracias cardenal por sus palabras , me han llegado al corazón
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