El Papa Francisco el pasado 23 de diciembre tuvo su mensaje de Navidad a quienes trabajan en la Curia... Muchos medios de comunicación mencionaban parte y no todo lo que dijo, y cuando se saca de contexto no se entiende todo...
Acá les comparto el texto completo para que cada uno pueda hacerse una idea de lo que dijo el Papa y ver que puede ser para cualquiera de nosotros: en nuestro trabajo, familia o comunidad...
Queridos
hermanos,
Al
término del Adviento nos encontramos para los tradicionales saludos. En pocos
días tendremos la alegría de celebrar la Navidad del Señor; el evento de Dios
que se hace hombre para salvar a los hombres; la manifestación del amor de Dios
que no se limita a darnos alguna cosa o a enviarnos algún mensaje o ciertos
mensajeros, sino que se nos da a sí mismo; el misterio de Dios que lleva sobre
sí mismo nuestra condición humana y nuestros pecados para revelarnos su Vida
divina, su gracia inmensa y su perdón gratuito. Es la cita con Dios que nace en
la pobreza de la gruta de Belén para enseñarnos el poder de la humildad. De
hecho, la Navidad es también la fiesta de la luz que no viene acogida de la
gente ‘elegida’ sino de la gente pobre y simple que esperaba la salvación del
Señor.
Ante todo, quisiera desear a todos ustedes –colaboradores,
hermanos y mujeres, representantes pontificios esparcidos por el mundo- y a
todos sus queridos, una santa Navidad y un feliz Año Nuevo. Deseo agradecerles cordialmente por su compromiso cotidiano al
servicio de la Santa Sede, de la Iglesia Católica, de las Iglesias particulares
y del Sucesor de Pedro.
Puesto que somos personas y no números o denominaciones,
recuerdo de manera especial aquellos que, durante este año, han terminado su
servicio por razones de edad o por haber asumido otros roles, o porque han sido
llamados a la Casa del Padre. También a todos ellos y sus familias van mis
pensamientos y gratitud.
Deseo
elevar con ustedes al Señor un profundo y sincero agradecimiento por el año que
termina, por los acontecimientos vividos y por todo el bien que Él ha
querido realizar generosamente a través del servicio de la Santa Sede,
pidiéndole humildemente perdón por las faltas cometidas "en pensamientos,
palabras, obras y omisiones".
Y partiendo de este pedido de perdón, desearía que nuestro
encuentro y las reflexiones que voy a compartir con ustedes se conviertan, para
todos nosotros, en un apoyo y un estímulo para un verdadero examen de conciencia
para preparar nuestro corazón para la Navidad.
Pensando en este encuentro he recordado la imagen de la Iglesia
como Cuerpo Místico de Jesucristo. Es una expresión que, como explicó el Papa
Pío XII, "fluye y casi brota de lo que exponen con frecuencia las Sagradas
Escrituras y los Santos Padres." En este sentido, San Pablo escribió:
"Porque así como el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los
miembros, siendo muchos, son un solo cuerpo, así también Cristo" (1 Cor
12,12).
En
este sentido, el Concilio Vaticano II nos recuerda que "en la estructura
del cuerpo místico de Cristo existe una diversidad de miembros y oficios. Uno
es el Espíritu, que para la utilidad de la Iglesia distribuye sus diversos
dones con generosidad proporcionada a su riqueza y a las necesidades de los
ministerios (1 Cor 12,1-11)." Por lo tanto, "Cristo y la Iglesia
forman el "Cristo total" - Christus Totus -. La Iglesia es una con
Cristo."
Es
hermoso pensar en la Curia Romana como un pequeño modelo de la Iglesia,
es decir, como un "cuerpo" que intenta seriamente y
cotidianamente ser más vivo, más sano, más armonioso y más unido en sí mismo y
con Cristo.
En realidad, la Curia Romana es un cuerpo complejo, compuesto de
muchos Dicasterios, Consejos, Oficinas, Tribunales, Comisiones y numerosos
elementos que no tienen todos la misma tarea, pero que se coordinan para poder
funcionar en modo eficaz, edificante, disciplinado y ejemplar, a pesar de las
diferencias culturales, lingüísticas y nacionales de sus miembros.
De
todos modos, siendo la Curia un cuerpo dinámico, no puede vivir sin alimentarse
y cuidarse. De hecho, la Curia - como la Iglesia - no puede vivir sin tener una
relación vital, personal, auténtica y equilibrada con Cristo. Un miembro de la
Curia que no se alimenta todos los días con aquel Alimento se convertirá en un
burócrata (un formalista, un funcionalista, un simple empleado): una rama que
se seca y muere lentamente y se tira lejos. La oración diaria, la participación
regular en los sacramentos, especialmente la Eucaristía y la reconciliación, el
contacto diario con la Palabra de Dios y la espiritualidad traducida en caridad
vivida son el alimento vital para cada uno de nosotros. Que sea claro a todos
nosotros que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 8).
Como
resultado, la relación viva con Dios nutre y refuerza también la comunión con
los demás, o sea, cuanto más estrechamente adherimos a Dios, más estamos unidos
entre nosotros, porque el Espíritu de Dios nos une y el espíritu maligno divide.
La
Curia está llamada a mejorar, siempre mejorar y crecer en comunión, santidad y
sabiduría para realizar plenamente su misión.
Sin embargo, como cada cuerpo, como todo cuerpo humano, está expuesto a la
enfermedad, al mal funcionamiento. Y aquí me gustaría mencionar algunas de
estas enfermedades probables, enfermedades de la curia. Las enfermedades más
frecuentes en nuestra vida de la Curia son las enfermedades y tentaciones que
debilitan nuestro servicio al Señor. Creo que nos va a ayudar el
"catálogo" de las enfermedades - como los Padres del Desierto, que
hacían catálogos – de las que hablamos hoy: nos ayudará a prepararnos para el
Sacramento de la Reconciliación, que será un bello paso para todos nosotros
para prepararnos para la Navidad.
1. La enfermedad de sentirse “inmortal”, “inmune” o incluso
“indispensable” descuidando los necesarios y habituales controles. Una Curia
que no se autocrítica, que no se actualiza, que no trata de mejorarse es un
cuerpo enfermo. Una ordinaria visita a los cementerios podría ayudarnos a ver
los nombres de tantas personas, de las que cuales algunas tal vez creíamos que
eran inmortales, inmunes e indispensables. Es la enfermedad del rico insensato
del Evangelio que pensaba vivir eternamente (cfr. Lc 12, 13-21) y también de
aquellos que se transforman en patrones y se sienten superiores a todos y no al
servicio de todos. Esta deriva frecuentemente de la patología del poder, del
‘complejo de los Elegidos’, del narcisismo que mira apasionadamente la propia
imagen y no ve la imagen de Dios impresa en el rostro de los otros,
especialmente de los más débiles y necesitados. El antídoto a esta
epidemia es la gracia de sentirnos pecadores y de decir con todo el corazón:
‘Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer’ (Lc 17,10).
2. Otra: es la enfermedad del ‘martalismo’ (que
viene de Marta), de la excesiva laboriosidad: es decir de aquellos que se
sumergen en el trabajo descuidando, inevitablemente, ‘la parte mejor’: sentarse
al pie de Jesús (cfr Lc 10, 38-42). Por esto Jesús ha llamado a sus discípulos
a ‘descansar un poco’, (cfr Mc 6,31) porque descuidar el necesario reposo lleva
al estrés y a la agitación. El tiempo de reposo, para quien ha terminado la
propia misión, es necesario, debido y va vivido seriamente: en el transcurrir
un poco de tiempo con los familiares y en el respetar las vacaciones como
momentos de recarga espiritual y física; es necesario aprender lo que enseña
Eclesiastés que “hay un tiempo para cada cosa” (3,1-15).
3. También está la enfermedad de la
‘fosilización’ mental y espiritual. Es decir, aquellos que
poseen un corazón de piedra y ‘tortícolis’ (At 7,51-60); de aquellos que, en el
camino, pierden la serenidad interior, la vivacidad y la audacia y se esconden
bajo los papeles convirtiéndose en ‘máquinas de prácticas’ y no ‘hombres de
Dios’ (cfr. Eb 3,12). Es peligroso perder la sensibilidad humana necesaria para
llorar con quienes lloran y alegrarse con aquellos que se alegran. Es la
enfermedad de quienes pierden ‘los sentimientos de Jesús’ (cfr Fil 2,5-11) porque
su corazón, con el pasar del tiempo, se endurece y se convierte en incapaz de
amar incondicionadamente al Padre y al prójimo (cfr Mt 22, 34-40). Ser
cristiano, de hecho, significa ‘tener los mismos sentimientos que fueron de
Jesucristo’ (Fil 2,5), sentimientos de humildad y de donación, de desapego y de
generosidad.
4. La enfermedad de la excesiva planificación y del funcionalismo.
Cuando el apóstol planifica todo minuciosamente y cree que si hace una perfecta
planificación las cosas efectivamente progresan, convirtiéndose de esta manera
en un contador. Preparar todo bien es necesario, pero sin caer nunca en la
tentación de querer encerrar o pilotear la libertad del Espíritu Santo que es
siempre más grande, más generosa que cualquier planificación humana (cfr. Jn
3,8). Si cae en esta enfermedad es porque ‘siempre es más fácil y cómodo
permanecer en las propias posturas estáticas e inmutables. En realidad, la
Iglesia se muestra fiel al Espíritu Santo en la medida en que no tiene la
pretensión de regularlo y de domesticarlo… -domesticar al Espíritu Santo- Él es
frescura, fantasía, novedad.
5. La enfermedad de la mala
coordinación. Cuando los miembros pierden la comunión entre
ellos y el cuerpo pierde su armonioso funcionamiento y su templanza, se
convierten en una orquesta que produce ruido porque sus miembros no colaboran y
no viven el espíritu de comunión y de equipo. Cuando el pie dice al brazo: ‘no
te necesito’ o la mano dice a la cabeza ‘mando yo’, causa malestar y escándalo.
6. La enfermedad del ‘Alzheimer espiritual’, es decir el
olvido de la ‘historia de la salvación’, de la historia personal con el Señor,
del ‘primer amor’ (Ap 2,4). Se trata de una disminución progresiva de las
facultades espirituales que en un más o menos largo período de tiempo causa serias
discapacidades a la persona haciéndola incapaz de desarrollar alguna actividad
autónoma, viviendo en un estado de absoluta dependencia de sus concepciones, a
menudo imaginarias. Lo vemos en aquellos que han perdido la memoria de su
encuentro con el Señor; en quienes no tienen sentido deuteronómico de la vida;
en aquellos que dependen completamente de su presente, de las propias pasiones,
caprichos y manías, en quienes construyen a su alrededor muros y hábitos se
convierten, cada vez más, en esclavos de los ídolos que han esculpido con sus
propias manos.
7. La enfermedad de la rivalidad y
de la vanagloria. Cuando la apariencia, los colores de la ropa
o las medallas honoríficas se convierten en el primer objetivo de la vida,
olvidando las palabras de San Pablo: ‘No hagan nada por rivalidad o vanagloria,
sino que cada uno de ustedes, con humildad, considere a los otros superiores a
sí mismo. Cada uno no busque el propio interés, sino también el de los otros
(Fil 2,1-4). Es la enfermedad que nos lleva a ser hombres y mujeres falsos y a
vivir un falso ‘misticismo’ y un falso ‘quietismo’. El mismo San Pablo los
define ‘enemigos de la Cruz de Cristo’ porque se jactan de aquello que tendrían
que avergonzarse y no piensan más que a las cosas de la tierra (Fil
3,19).
8. La enfermedad de la
esquizofrenia existencial. Es la de quienes viven una doble
vida, fruto de la hipocresía típica del mediocre y del progresivo vacío
espiritual que licenciaturas o títulos académicos no pueden llenar. Una
enfermedad que sorprende frecuentemente a los que abandonan el servicio
pastoral, se limitan a las cosas burocráticas, perdiendo de esta manera el
contacto con la realidad, con las personas concretas. Crean así un mundo
paralelo, en donde ponen de parte todo lo que enseñan severamente a los demás e
inician a vivir una vida oculta y a menudo disoluta. La conversión es muy
urgente e indispensable para esta gravísima enfermedad (cfr Lc 15, 11-32).
9. La enfermedad de los chismes,
de las murmuraciones y de las habladurías. De esta enfermedad ya he hablado en
muchas ocasiones, pero nunca lo suficiente. Es una enfermedad grave, que inicia
simplemente, quizá solo por hacer dos chismes y se adueña de la persona
haciendo que se vuelva ‘sembradora de cizaña’ (como Satanás), y, en muchos
casos casi ‘homicida a sangre fría’ de la fama de los propios colegas y
hermanos. Es la enfermedad de las personas cobardes que, al no tener la
valentía de hablar directamente, hablan a las espaldas de la gente. San Pablo
nos advierte: hacer todo sin murmurar y sin vacilar, para ser irreprensibles y
puros (Fil 2,14.18). Hermanos, ¡cuidémonos del terrorismo de los chismes!
10. La enfermedad de divinizar a
los jefes: es la enfermedad de los que cortejan a los
superiores, esperando obtener su benevolencia. Son víctimas del carrerismo y
del oportunismo, honran a las personas y no a Dios (cfr Mt 23-8.12). Son
personas que viven el servicio pensando únicamente en lo que deben obtener y no
en lo que deben dar. Personas mezquinas, infelices e inspiradas solamente por
el propio egoísmo (cfr Gal 5,16-25). Esta enfermedad podría golpear también a
los superiores cuando cortejan a algunos de sus colaboradores para obtener su
sumisión, lealtad y dependencia psicológica, pero el resultado final es una
verdadera complicidad.
11. La enfermedad de la
indiferencia hacia los demás. Cuando cada uno sólo piensa en sí
mismo y pierde la sinceridad y el calor de las relaciones humanas. Cuando el
más experto no pone su conocimiento al servicio de los colegas menos expertos.
Cuando se sabe algo se posee para sí mismo en lugar de compartirlo
positivamente con los otros. Cuando, por celos o por astucia, se siente alegría
viendo al otro caer en lugar de levantarlo y animarlo.
12. La enfermedad de la cara de
funeral. Es decir, la de las personas bruscas y groseras,
quienes consideran que para ser serios es necesario pintar el rostro de
melancolía, de severidad y tratar a los demás -sobre todo a los que consideran
inferiores- con rigidez, dureza y arrogancia. En realidad, la severidad teatral
y el pesimismo estéril son a menudo síntomas de miedo y de inseguridad de sí.
El apóstol debe esforzarse para ser una persona cortés, serena, entusiasta y
alegre que transmite felicidad en donde se encuentra. Un corazón lleno de Dios
es un corazón feliz que irradia y contagia con la alegría a todos los que están
alrededor de él: se ve inmediatamente. No perdamos, por lo tanto, el espíritu
alegre, lleno de humor e incluso auto-irónicos, que nos convierte en personas
amables, también en las situaciones difíciles. Qué bien nos hace una buena
dosis de un sano humorismo. Nos hará muy bien rezar frecuentemente la oración
de Santo Tomás Moro: yo la rezo todos los días, me hace bien.
13. La enfermedad de la acumulación:
cuando el apóstol trata de llenar un vacío existencial en su corazón acumulando
bienes materiales, no por necesidad, sino solo para sentirse al seguro. En
realidad, no podremos llevar nada material con nosotros porque ‘el sudario no
tiene bolsillos’ y todos nuestros tesoros terrenos –también si son regalos- no
podrán llenar nunca aquel vacío, y lo harán más exigente y más profundo. A
estas personas el Señor repite ‘tú dices soy rico, me he enriquecido, no tengo
necesidad de nada. Pero no sabes que eres un infeliz, un miserable, un pobre,
un ciego y desnudo… Sé pues celoso y conviértete’ (Ap 3,17-19). La acumulación
pesa solamente y ralentiza el camino inexorable. Pienso en una anécdota: un
tiempo, los jesuitas españoles describían a la Compañía de Jesús como la
‘caballería ligera de la Iglesia’. Recuerdo la mudanza de un joven jesuita,
mientras cargaba el camión de sus posesiones: maletas, libros, objetos y
regalos, y escuchó, con una sabia sonrisa, de un anciano jesuita que lo estaba
observando: ¿Esta sería la caballería ligera de la Iglesia? Nuestras ‘mudanzas’
son signos de esta enfermedad.
14. La enfermedad de los círculos
cerrados en donde
la pertenencia al grupito se vuelve más fuerte de la pertenencia al Cuerpo y,
en algunas situaciones, a Cristo mismo. También esta enfermedad comienza
siempre de buenas intenciones, pero, con el paso del tiempo, esclaviza a los
miembros convirtiéndose en un ‘cáncer’ que amenaza la armonía del Cuerpo y
causa tanto mal –escándalos- especialmente a nuestros hermanos más pequeños. La
autodestrucción o el ‘fuego amigo’ de las comilonas es el peligro más
sutil. Es el mal que golpea desde dentro, y como dice Cristo, ‘cada reino
dividido en sí mismo va a la ruina’ (Lc 11,17).
15. Y la última, la enfermedad del provecho
mundano, del exhibicionismo, cuando el apóstol transforma su
servicio en poder, y su poder en mercancía para obtener provechos mundanos o
más poderes. Es la enfermedad de las personas que buscan infatigablemente el
multiplicar poderes y por este objetivo son capaces de calumniar, de difamar y
de desacreditar a los demás, incluso en periódicos y en revistas. Naturalmente
para exhibirse y demostrarse más capaces que los demás. También esta enfermedad
hace mucho daño al Cuerpo porque lleva a las personas a justificar el uso de
cualquier medio para alcanzar tal objetivo, a menudo en nombre de la justicia y
de la transparencia. Recuerdo un sacerdote que llamaba a los periodistas
para decirles -e inventar- cosas privadas y reservadas de sus hermanos y
parroquianos. Para él, lo que contaba era verse en las primeras páginas, porque
así se sentía ‘poderoso y vencedor’, causando tanto mal a los otros y a la
Iglesia. ¡Pobrecito!
Hermanos, estas enfermedades y
tentaciones son naturalmente un peligro para cada cristiano y
para cada curia, comunidad, congregación, parroquia, movimiento eclesial, y
pueden golpear sea a nivel individual que comunitario.
Es
necesario aclarar que es sólo el Espíritu Santo –el alma del Cuerpo Místico de
Cristo, como afirma el Credo: ‘Creo… en el Espíritu Santo, Señor y vivificador’-
quien cura cada enfermedad. Es el Espíritu Santo quien sostiene cada sincero
esfuerzo de purificación y de cada buena voluntad de conversión. Es Él quien
nos da a entender que cada miembro participa en la santificación del cuerpo y a
su debilitamiento. Es Él el promotor de la armonía: ‘Ipse harmonia est’, dice
San Basilio. San Agustín nos dice: ‘Hasta que una parte se adhiere al cuerpo,
su curación no es desesperada; aquello que fue cortado, no puede curarse ni
sanar’.
La curación es también fruto de la conciencia de la enfermedad y de la decisión personal y comunitaria de curarse soportando pacientemente y con perseverancia la curación. Por lo tanto, estamos llamados –en este tiempo de Navidad y para todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia- a vivir ‘según la verdad en la caridad, tratando de crecer en cada cosa hacia Él, que es el jefe, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien compaginado y conectado, mediante la colaboración de cada empalme, según la energía propia de cada miembro, recibe fuerza para crecer en manera de edificar a sí mismo en la caridad (Ef 4, 15-16).
Queridos hermanos, Una vez he leído que los sacerdotes son como los aviones: sólo hacen noticia cuando caen, pero hay muchos que vuelan. Muchos critican y pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y muy cierta, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar un solo sacerdote que ‘cae’ a todo el cuerpo de la Iglesia. Por lo tanto, para no caer en estos días en los que estamos preparándonos a la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, curar las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón y de sostener a la Iglesia y a la Curia de modo que sean sanos y re sanadores, santos y santificantes, a gloria de su Hijo y para nuestra salvación y del mundo entero. Pidamos a Él hacernos amar a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro Señor, y de tener la valentía de reconocernos pecadores y necesitados de su Misericordia y de no tener miedo a abandonar nuestra mano entre sus manos maternas.
La curación es también fruto de la conciencia de la enfermedad y de la decisión personal y comunitaria de curarse soportando pacientemente y con perseverancia la curación. Por lo tanto, estamos llamados –en este tiempo de Navidad y para todo el tiempo de nuestro servicio y de nuestra existencia- a vivir ‘según la verdad en la caridad, tratando de crecer en cada cosa hacia Él, que es el jefe, Cristo, de quien todo el cuerpo, bien compaginado y conectado, mediante la colaboración de cada empalme, según la energía propia de cada miembro, recibe fuerza para crecer en manera de edificar a sí mismo en la caridad (Ef 4, 15-16).
Queridos hermanos, Una vez he leído que los sacerdotes son como los aviones: sólo hacen noticia cuando caen, pero hay muchos que vuelan. Muchos critican y pocos rezan por ellos. Es una frase muy simpática y muy cierta, porque indica la importancia y la delicadeza de nuestro servicio sacerdotal, y cuánto mal podría causar un solo sacerdote que ‘cae’ a todo el cuerpo de la Iglesia. Por lo tanto, para no caer en estos días en los que estamos preparándonos a la Confesión, pidamos a la Virgen María, Madre de Dios y Madre de la Iglesia, curar las heridas del pecado que cada uno de nosotros lleva en su corazón y de sostener a la Iglesia y a la Curia de modo que sean sanos y re sanadores, santos y santificantes, a gloria de su Hijo y para nuestra salvación y del mundo entero. Pidamos a Él hacernos amar a la Iglesia como la ha amado Cristo, su hijo y nuestro Señor, y de tener la valentía de reconocernos pecadores y necesitados de su Misericordia y de no tener miedo a abandonar nuestra mano entre sus manos maternas.
Muchas
felicidades por una santa Navidad a todos ustedes, a sus familias y a sus
colaboradores. Y, por favor, no se olviden de rezar por mí. Gracias de
corazón.
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